Hay que tomar con cautela la información que encontramos en las fuentes clásicas con respecto a la conducta depravada de ciertos emperadores de la Antigua Roma. En su sensacionalista De vita Caesarum, Suetonio describe en toda su infamia las orgías protagonizadas por los sucesores de Augusto; Calígula, Mesalina y Nerón, entre otros muchos, han pasado a la historia como personajes siniestros, desmesurados en su crueldad y en su lujuria. Lo que nunca sabremos es si realmente fueron tan ruines o si Suetonio se encargó de manipular los hechos para manchar la memoria de la dinastía Julio-Claudia, legitimando así a quienes la derrocaron tras una cruenta guerra civil: los Flavios. La historia se porta muy mal con quienes pierden las guerras; que Nerón pasara a la posteridad como un ogro es una forma de damnatio memoriae mucho más efectiva y humillante que romperle las narices a su efigie. Así pues, los testimonios de los antiguos presentan contradicciones cuando menos sospechosas: en la susodicha obra de Suetonio, Tiberio aparece como un repugnante sátiro que no vacilaba en incluir niños pequeños en sus juegos eróticos, mientras que, por ejemplo, Filón de Alejandría lo presenta como un monarca modélico de moralidad intachable. La extravagancia en las costumbres sexuales, el adulterio indiscriminado y el libertinaje bajo sus formas más retorcidas son características que los historiadores atribuyeron, por defecto, a los poderosos cuyo nombre había caído en desgracia.

Uno de los mejores ejemplos de esto, perteneciente ya a una época más tardía, es el doble retrato que ofrece Procopio de Cesarea, historiador oficial de la corte constantinopolitana, de la imperial pareja formada por Justiniano y Teodora. La función del historiador de palacio era cantar las alabanzas de sus protectores, y Procopio supo cumplir con ella a las mil maravillas: escribió una extensa crónica de las guerras de la época, en la que no escatima encomios al emperador, a la emperatriz y a los nobles de su séquito. Sin embargo, para dar rienda suelta a toda su mala baba, escribió a escondidas una Historia secreta, que cuidó bien de mantener bajo siete llaves mientras sus protagonistas permanecieron con vida. Este texto, rezumante de rencor, marca un hito en la literatura amarillista de todos los tiempos; diríase el Interviú del Imperio bizantino, donde Procopio saca a relucir, sin filtro alguno, los trapos sucios de sus patronos. Cuesta creer que los mismos personajes mezquinos e intrigantes que pueblan sus páginas sean gobernantes ejemplares en los demás libros del autor. La Historia secreta no goza de mucha credibilidad entre los modernos académicos, alegando que gran parte de su contenido no tiene más base factual que la maledicente inventiva de Procopio. Sí ha sido, en cambio, cantera argumental para excepcionales novelas históricas (Ein Kampf um Rom de Felix Dahn o Count Belisarius de Robert Graves) y para una joya escondida del péplum más kitsch: Teodora (Riccardo Freda, 1954).

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La imagen que la Historia Secreta ofrece de la emperatriz Teodora es la de un monstruo de lascivia, mujerzuela de baja cuna que arrastraba un pasado escandaloso. Teodora no pertenecía por nacimiento a la nobleza; era hija de un tal Acacio, amaestrador de osos para los juegos circenses. Huérfana desde la más tierna infancia, muy pronto tuvo que aprender a valerse de su cuerpo para buscarse la vida. Se hizo así cortesana (en griego hetaira, un término cuyo equivalente moderno más preciso es el de “señorita de compañía”); y no de las de lujo, apreciadas en los círculos de la época por su amena conversación, su habilidad tocando el aulós y el salterio o sus dotes para la danza, sino que la joven Teodora era una hetaira de las que los bizantinos llamaban “de a pie” o “de infantería” (pezai), porque no contaban con ningún aliciente para entretener a su cliente aparte de su cuerpo. Eso sí, en esto parece ser que tenía un talento extraordinario. Según la Historia secreta, su insaciabilidad era proverbial. Podía acompañar a diez hombres en un banquete, follarse a todos y cada uno de ellos las veces que fuera necesario hasta dejarlos exhaustos, y luego empezaba con los criados. Así, nos cuenta Procopio que la hija del domador era capaz de satisfacer a cuarenta hombres en una sola noche y quedar aún con ganas de más.

Además, Teodora era una exhibicionista vocacional. La contrataban para animar los banquetes con sus stripteases, y describe Procopio un número que acostumbraba a representar en el teatro: “bajo la mirada de todo el mundo, se desvestía y se quedaba desnuda allí en medio, llevando tan solo un ceñidor (diázoma) en torno al sexo e ingles, y no porque le avergonzara mostrar también estas partes a la chusma, sino porque no se permite allí la entrada a ninguna persona completamente desnuda, sino que al menos ha de llevar un ceñidor sobre las ingles. Ataviada de esta manera, se estiraba y se tumbaba boca arriba en el suelo. Unos esclavos, a los cuales se había encomendado este trabajo, esparcían granos de cebada sobre sus partes íntimas, y unos gansos, que habían sido preparados para esto, alcanzándolos uno por uno con sus picos se los comían. Y cuando se ponía en pie, no solo no se ruborizaba, sino que actuaba como si se enorgulleciera de esta extraña práctica”. ¿Vendrá de aquí esa expresión tan castiza de “tengo el coño como un bebedero de patos”?

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Famosa en Constantinopla por su excelencia en las artes amatorias, Teodora acogió entre sus sábanas al futuro emperador, Justiniano. Este quedó prendado de ella y consiguió convencer a Justino, su tío y predecesor en el trono, para que derogara las leyes ancestrales que prohibían a los nobles casarse con mujeres que no pertenecieran a la clase senatorial. Fue así como la más pública de las mujeres acabó convirtiéndose en emperatriz. Mostrando poco respeto por la profesión que la catapultó al poder, Teodora quiso dar ejemplo desde el trono como guardiana de la moral y de las buenas costumbres haciendo encerrar en un convento a cientos de rameras de las que se ganaban el pan vendiendo su cuerpo en el ágora a tres óbolos el polvo (en griego, estas putas callejeras recibían el nombre de pórnai, y nada tenían que ver con las hetairai y sus finos trabajos de escort). Algunas de ellas, incapaces de soportar la perspectiva de convertirse a la fuerza en monjitas de clausura, consiguieron saltar la tapia del convento; supongo que las que no se descalabrasen del todo volverían cojeando al ágora, echando pestes de la emperatriz.

Esta es, según Procopio, la verdadera historia de Teodora, esa mujer menuda y de mirada penetrante que, rodeada de nobles y sacerdotes, clava sus ojos en nosotros desde los mosaicos de San Vital de Rávena. Envuelta en la clámide purpúrea que se reservaba a la dignidad imperial, tocada de corona y nimbo, arropada por una atmósfera inmaterial de teselas doradas, la Teodora de San Vital parece una mujer santa. Esa es, en efecto, la imagen que quiso dejar para la posteridad. Es vuestra elección si queréis creerla a ella o a su cronista de lengua de serpiente, Procopio de Cesarea.

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