Como toda migración, la caravana de migrantes hondureños que se dirigen a EE.UU., muestra en su acto la dualidad de una moneda no siempre aceptada y entendible por los diferentes sectores de la ciudadanía, y siempre aprovechada por los gobiernos para sacudir las emociones.
Por un lado, queda evidenciado que todo ser humano en una situación de necesidad y agonía, tomaría cualquier opción que lo sacara de ello, y entre esas opciones: abandonar su hogar y buscar en otro país una posibilidad para vivir, o al menos, sobrevivir. Cuando no se tiene nada, algo es más que suficiente. Mientras que, desde el otro lado de la moneda, notable y respetable, surge la desconfianza y el temor de quienes residen social y laboralmente en el país o región a ocupar por los migrantes. Los ciudadanos temen que dichos migrantes lleguen para saturar el mercado laboral, así como para colonizar espacios bastante saturados.
Esta dualidad, emocional y reflexiva, es precisamente la mercancía con la mercadea todo gobierno o todo poder, y en base a ello, promociona sus argumentos, profetizando realidades subjetivas que no cierran círculo alguno, pero que ciegan de manera alarmante, al tiempo que, proyectan enormes y violentas discusiones entre los propios ciudadanos. Este ejercicio del poder por ganar votos e imponer su ideología sacando todo el redito posible de la situación, crea con toda intención, una brecha enorme entre quienes migran y quienes residen en el territorio a ocupar, y queda la generosidad y la reflexión humana en propuestas insignificantes. Entre la agonía por sobrevivir y la desconfianza por no ser invadido de unos y otros, el poder remueve las emociones para sacar su propio provecho. Nace y se aplaude con ello todo tipo de racismo, xenofobia, marginalidad, y se incremente la violencia desmedida. La confusión del pueblo siempre fue el estadio ideal y propicio para todo poder.