No hay símbolo más elocuente de los delirios de grandeza de nuestros antepasados que las exposiciones universales. La Expo 92 de Sevilla fue el casposo canto del cisne, al más puro estilo Berlanga, de toda una tradición de oropeles, arquitectura efímera y despilfarro de fondos públicos cuyos orígenes se remontan a aquellas ferias de antaño que dejaron tras de sí, como ballenas varadas, el Crystal Palace en Londres, el Atomium en Bruselas o la torre Eiffel en París. En las exposiciones del XIX, la retórica del colonialismo inspiraba escenografías que, con un espíritu más circense que etnográfico, reproducían rincones exóticos de distintas partes del mundo, prefigurando nuestros actuales parques temáticos o esos complejos hoteleros de Las Vegas donde podemos pasear por Venecia o París sin salir del desierto de Nevada. Así, la Great Columbian Exposition celebrada en Chicago en 1893 dejó a miles de visitantes encandilados con su reproducción de una calle de El Cairo: músicos, acróbatas, encantadores de serpientes, paseos en camello a quince centavos, un gabinete con momias de gutapercha… Pero el trampantojo no podía estar completo sin una muestra de la afamada danse du ventre egipcia; a tal efecto, la organización presumía de contar con bailarinas recién llegadas de las riberas del Nilo. Entre ellas, quien verdaderamente dejó una impronta duradera en la concurrencia fue una mujeruca menuda de rostro aceitunado a la que conocían por el apodo de Little Egypt. Tanto caló este personaje en el imaginario yanqui que Hollywood le dedicó una película en los años cincuenta, con Rhonda Fleming en el papel de la bailarina; el argumento presentaba a la protagonista como una auténtica princesa egipcia convertida por las circunstancias en rutilante estrella del show business. Bueno, las cosas no fueron así exactamente.

Cartel de la película «Little Egypt» (Frederick de Cordova, 1951).

Parece ser que el verdadero nombre de Little Egypt era Farida Mazar. Ni era egipcia ni había cruzado el charco expresamente para actuar en la exposición, sino que cuando llegó a Chicago llevaba ya media vida actuando en escenarios de mala muerte del salvaje Oeste. Su representante era su propio marido, un aventurero griego apellidado Spyropoulos; a saber en qué puerto remoto se conocieron. En 1881, Farida había debutado con su número de danza del vientre al amor de las candilejas del Bird Cage Theatre, un mugriento saloon de Tombstone, Arizona, apenas a dos manzanas del mítico O. K. Corral que aquel mismo año sería escenario del tiroteo más sonado de la historia del Far West. De hecho, Wyatt Earp era uno de los parroquianos habituales del tugurio en cuestión, y por ende uno de los primeros admiradores de Farida y sus sugerentes maniobras abdominales. Doce años más tarde, gracias a la hábil gestión de Spyropoulos, la artista era contratada para la feria de Chicago.

Allí, la actuación de Little Egypt levantó pasiones, comenzando por lo escandaloso de su vestimenta: al alzar el vuelo de sus voluminosas faldas, no solo permitía que se le entrevieran las enaguas, sino que, con la falta de decoro propia de una salvaje, dejaba al descubierto sus tobillos y sus pies desnudos. Esto era más de lo que el puritanismo de la época podía tolerar; las asociaciones de señoras respetables de Chicago presentaron en bloque una querella contra espectáculo tan indecente. Recordemos que, apenas una década después, la divina Isadora Duncan seguía escandalizando a los públicos del mundo civilizado por aparecer sobre el escenario con un peplo desceñido a la griega, sin mallas y descalza. Pero, más aún que sus pies desenfundados, el imán de todas las miradas eran las caderas de Little Egypt, que zangoloteaban al son de un ritmo frenético.

Fotografía de época del Bird Cage Theatre (Tombstone, Arizona); por lo visto, hoy en día es famoso entre los friquis de la parapsicología como vórtice de fenómenos paranormales.

Tal fue el éxito cosechado por la actuación de Farida Mazar en aquel callejón cairota de guardarropía que surgieron imitadoras suyas por toda la geografía de los Estados Unidos. Muchas de ellas, oportunistas parcas en escrúpulos, publicitaban sus actuaciones bajo el nombre artístico de Little Egypt; en consecuencia, tras la feria de Chicago la pobre Farida se pasó el resto de su vida embarcada en pleitos y denuncias contra una legión de usurpadoras de su identidad artística. Muchas de estas ubicuas impostoras se distinguieron por dar una vuelta de tuerca más al componente erótico de la danza: menos ropa, más interacción con el público y movimientos más sensuales, que coqueteaban ya con lo descaradamente obsceno. Cuenta una leyenda urbana que a Mark Twain le dio un ataque al corazón viendo bailar a Little Egypt (a saber cuál de ellas). Recreación tabernaria de las fantasías de harén de las Mil y una Noches, versión libre y provocadora de la danse du ventre de las gitanas egipcias, este nuevo estilo de danza era conocido popularmente como hoochie coochie.

Hoochie coochie presenta una etimología tortuosa. No sé si guardará alguna relación con el “cuchi-cuchi” cariñoso que en castellano asociamos al sano ejercicio de las cosquillas; en todo caso, en inglés americano es una onomatopeya cuyo uso se registra en el Sur profundo ya desde antes de la Guerra de Secesión. Seguro que los amantes del blues conocéis ese estándar de Willie Dixon que se llama Hoochie Coochie Man, versionado por Muddy Waters, Eric Clapton e incontables bluesmen de pro. La letra, grosso modo, va de un tipo (un papichulo del Mississippi, se sobreentiende) que presume de tener una polla enorme y de estar bajo el amparo de las fuerzas brujeriles del hoodoo, el vudú de Nueva Orleans. El término hoochie coochie siempre se relaciona vagamente con sexo, magia y misterio, y eso es exactamente lo que prometían las danzas orientalizantes de Little Egypt y su ejército de seguidoras.

Farida Mazar, la auténtica «Little Egypt» (o eso creemos).

A partir de la exposición de Chicago de 1893, el hoochie coochie reemplazó al cancán como número estrella de los espectáculos de burlesque en todo el país. El burlesque, género que vive hoy un boyante revival en el circuito alternativo, no era por aquel entonces más que el pariente pobre del vodevil. Mientras que este se representaba en teatros y cafés, el marco típico del burlesque americano eran esos locales que en el sórdido Sur se conocían como honky tonks: híbridos de piano bar, cabaré y putiferio, frecuentados por buscadores de oro, tahúres de medio pelo, soldados de permiso y currantes de los pozos petrolíferos. La diva del burlesque Millie deLeon, famosa por rematar sus actuaciones quitándose los ligueros y lanzándoselos a su siempre aullante audiencia, hizo popular en cientos de garitos canallescos de este tipo, a ambos lados del Mississippi, su versión picante de la danza del vientre. “She was a red hot hoochie coocher”, como decía aquella letra de Cab Calloway. (N.B: el nombre artístico original de Millie deLeon era Mlle. deLeon, para dárselas de francesa, pero los cartelistas no supieron interpretar la abreviatura de mademoiselle y asumieron que se llamaba Millie)

El cinematógrafo también se hizo eco de la fiebre del hoochie coochie: en 1896 el estudio de Edison, con su recién inventado kinetoscopio, le dedicó dos peliculitas: Passion Dance, protagonizada por una tal Dolorita, y Fatima’s Dance, con Fatima Djemille, quien, como tantas otras, afirmaba ser la auténtica Little Egypt. Ambas cintas armaron un buen revuelo cuando los feriantes las exhibieron en un peep show de Atlantic City; los guardianes de la moral pusieron el grito en el cielo y las autoridades civiles se vieron obligadas a intervenir, con lo que se puede considerar a Passion Dance y Fatima’s Dance las primeras películas censuradas de la historia del cine. Un triste precedente que, sin embargo, no fue impedimento para que su influencia se dejara notar en salas y salones de baile. Dicen los entendidos que en las coreografías inmortalizadas en estas dos cintas se hallan los orígenes del desenfrenado charlestón y de las ondulaciones de hombros del shimmy.

Pero la revolución fue mucho más allá: la hoochie coocher, flexible y saltarina, ve liberado su cuerpo de los rigores del polisón y del odioso corsé de ballena que, como un instrumento de tortura, se ponía e imponía entonces a las mujeres, constriñéndoles el torso y limitando sus movimientos. La estética de las danzarinas orientales inspiró las prendas que más triunfaron entre las señoritas de las postrimerías de la Belle Époque; tomando como referencia el ideal femenino de Safo, Cleopatra o Scheherezade, los modistas de la alta costura desterraron el cruel armazón de varas rígidas que convertía a la mujer decimonónica en una marioneta inarticulada y pusieron de moda las gasas vaporosas, las túnicas y las faldas cortas (cortas para la época; o sea, por encima del tobillo) que permitirían a toda hija de vecino hacer cimbrear libremente sus formas como una Little Egypt cualquiera.

En una imparable progresión ascendente, los sastres subían el dobladillo a las faldas mientras las bailarinas profesionales subían el listón de sensualidad, provocación y extravagancia en sus números de danza oriental. A esta carrera se apuntó una ambiciosa muchacha frisona dispuesta a todo con tal de pasar a la historia como el mayor mito sexual de su tiempo: estoy hablando de Margaretha Geertruida Zelle, más conocida como Mata Hari. (Continuará)

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