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La carta de las que faltan

Araceli Adalid Botia
Araceli Adalid Botia
Nací en 1988, el año de la primera Gran Huelga General que paralizó España, y eso marca. Me gradué en Ciencias Políticas y de la Administración Pública y cursé un Máster en Comunicación Política mientras transitaba la precariedad laboral, que me resisto a abandonar. Lucho contra ella y contra otras injusticias porque mis padres me educaron en la sensibilidad social. Sindicalista y militante en Izquierda Abierta, vivo enamorada de la vida, aunque a veces duela.
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análisis

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Nací mujer en un mundo de hombres. No sé qué fue más doloroso, el canal de parto o mi padre comentando con sus amigos que debía comprar una escopeta para defenderme. Soy apenas un bebé con unos minutos de vida y la violencia ya forma parte fundamental de mi existencia. Todos lo dan por sentado. ¿Por qué estoy en peligro? ¿Quién quiere hacerme daño? Si yo no he hecho nada. ¿No había nacido en un mundo desarrollado? El miedo, sin duda, se rebelaba ya como el hilo conductor que marcaría mis pasos en el camino.

Crezco al son de sintonías que dicen cosas como “una niña fue a jugar, pero no pudo jugar porque tenía que planchar”, canciones que me garantizan que “mi príncipe llegará” o que hablan de un siniestro barquero que dice que “las niñas bonitas no pagan dinero”. Sigo aprendiendo y las ofensas e insultos se concretan en frases como: “Eres una nenaza”, porque es así de sencillo, ser una niña es algo despectivo. Lo bueno “es la polla” y lo malo “es un coñazo”.

Las chicas entendemos como normal que se nos hable en masculino, pero para los chicos es un atentado contra su masculinidad que se les trate en femenino. En las clases de Historia me sorprendía cuando nos explicaban, por ejemplo, los tiempos en los que el hombre vivía en las cavernas, siempre me pregunté si es que quizás la costilla de aquel Dios de la que salió la mujer tardó en aparecer varios siglos después. Me dejan muy claro que las señoritas no gritan, ni protestan, ni desobedecen. Me educan en una resignada sumisión que asegurará mi porvenir.

Llega la adolescencia y parece que todos tienen el derecho de expresar lo que les dé la gana acerca de mi cuerpo, como si este fuera un objeto de dominio público, me acomplejan. Cualquier mínimo cambio en mí es proclive de ser juzgado hasta la saciedad, mi vida es un juicio constante en el que el veredicto es siempre el mismo: culpable. Caigo en las redes del consumismo. Los medios de comunicación y la publicidad me bombardean diariamente mostrándome lo imperfecta que soy, lo necesario que es invertir el poco dinero que gano en belleza, en glamour, en un millón de gilipolleces con las que me han dicho que por fin seré feliz, seré respetada. Soy un filón de oro para la maquinaría de creación de necesidades falsas que no hacen más que alimentar mi insatisfacción y frustración.

En mi juventud, no paran las preguntas y afirmaciones intimidatorias: “¿No tienes novio aún?”. “¿A qué esperas para ser madre?”. “Es pronto”. “Es tarde”. “Mejor desarrolla tu carrera profesional”. “Si no tienes hijos te perderás lo mejor de la vida”. “¿No eres muy mayor para salir tanto?” “Debes sentar la cabeza”. “Necesitas encontrar una pareja y centrar tu vida”. “Así nadie te va a querer”. “¿Qué haces así vestida?”. “No vuelvas sola, ten cuidado”. “Si no querías que te tocase, para qué le has calentado?“¿Te han violado? ¿Qué llevabas puesto?”.

Es una verdad universal que “quien bien te quiere, te hará llorar”, eso me han dicho siempre. Pero creo que lloro demasiado últimamente. No entiendo nada de lo que está sucediendo. Estoy muy nerviosa. Me apuntan con una escopeta, ahora recuerdo las palabras de mi padre al nacer, ahora entiendo aquello de defenderme. El hombre al que creía que amaba acaba de dispararme. Mi vida se funde a negro. Siento que es este puto sistema machista, misógino y patriarcal el que ha apretado el gatillo que me ha dado la muerte.

Es mi historia, una de tantas historias.

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