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La cabeza de mi tío

Cristian C. Hessel
Cristian C. Hessel
Cristian Clemente es escritor, desde hace ocho años trajaba constante y metódicamente en la ambiciosa saga Tulah, un mundo propio que resulta inolvidable para cualquier lector que se adentre en él. Escritor, autor de La Canción de un Mentiroso (Tuláh)
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análisis

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Muy bien, si tanto te interesa te contaré una anécdota de mi familia. Sobre nosotros, mi gente digo, se contó y se sigue contando mucho, mas hay una historia en particular que se ha tergiversado hasta la saciedad.

Verás, mi tío, que era el líder de mi pueblo, siempre llevaba una cabeza consigo, en la mano, o colgando del cinturón. Era la cabeza de su mayor enemigo, al que mató en la guerra; su mayor logro, que le valió la admiración y respeto de todos.

Claro está, inevitablemente la cabeza iba pudiéndose, por lo que cada cierto tiempo la sumergida en un destilado de alcohol para que se conservase. Bueno, conservada no estaba precisamente, la carne se ennegreció y arrugó, los ojos y la lengua se hincharon, dándole una expresión burlona y macabra, y para rematar emanaba una peste a fermentación terrible; ni las moscas se atrevían a acercarse a esa masa de carne pútrida y ácida.

Ahora te estarás preguntado ¿a cuento de que conservaba la dichosa cabeza, llevándosela a todas partes, si era tan horrible? Los demás dedujeron que era para mantener lo más intacto posible su trofeo de batalla, con el que presumía a todas horas. La verdad era que simplemente mi tío estaba completamente loco.

Le hablaba a la cabeza, no es broma, a veces se pasaba horas discutiendo con ella, llegando a tener acalorados debates, mientras consumía alcohol como un poseso. Antes de tomar cualquier tipo de decisión, le consultaba a la cabeza, y cuando le hablabas rara era la ocasión en la que te miraba a los ojos; su mirada, de un modo u otro, se desviaba a la cabeza. Maldición, si hasta dormía abrazado a ella, dejando la cama asquerosa, y su cuerpo pringoso; era vomitivo, todo en mi tío lo era, por culpa de ese cráneo, objeto de su obsesión, y de su tormento.

No puedo contarte como era vivir con él, pues yo me libré de eso, pero puedo hablarte de lo peor; las cenas en familia. En la comida, la cabeza debía tener su sitio en la mesa, con su plato, cubiertos, y hasta bebida; había tratarla como un invitado más. Si no seguíamos la fantasía a mi tío, era cuando la situación se ponía realmente desagradable, a veces peligrosa.

Tú solo imagínate la escena, nosotros comiendo, y el charlando con la cabeza, ofreciéndole vino y carne, que era incapaz de introducir por su boca debido a su inflada lengua. Resultaba… bastante incomodo, y si no querías llevarte un guantazo por su parte, lo mejor era callar y comer en silencio.

Mi madre, que era su esposa, nos pedía a mí y a mis hermanos que le dejásemos en paz a él y a la puñetera cabeza. Ignorarles a ambos era la mejor manera de mantener la convivencia, ella lo sabía bien, pues una vez trató de hablar con su marido al respecto, de manera sutil y calmada, y él acabó perdiendo los nervios. Comenzó a gritar y a romper los muebles, mientras zarandeaba la cabeza por toda la casa, echándole la culpa a mi madre de todo. Pasados unos días le escondió la cabeza, confiaba que así se olvidaría del tema, y solo consiguió que mi tío se volviera aun más demente, se puso a chillar y a arañarse la cara, llegando a arrancarse tiras de piel.

Al final le devolvió la cabeza para que se callara. Mi madre tenía su licor, y con eso sobrellevaba su matrimonio. Mis hermanastros le tenían cada vez más miedo a su padre, le evadían de mil formas, y llegados a la adultez cortaban la relación con su progenitor. A mí el asunto me traía sin cuidad, sin embargo he de admitir que sus ataques de histeria me causaban cierta gracia. En cambio mi hermano era el único que se preocupaba por el deplorable estado del cabeza de familia, mas era tan lerdo que no sabía como ayudarlo.

¿A donde iba?, ah sí, cuando estalló la guerra de los autómatas, mi tío fue a luchar, por supuesto acompañado de su fiel consejera pútrida. Allí fue, en medio de la batalla, cuando un enemigo pisó la cabeza, y la aplastó totalmente.

Mi tío perdió la poca cordura que le quedaba, gritó como un verdadero animal, y comenzó a golpear su propio cráneo de una manera salvaje; o así me lo contaron, yo no estuve allí. Pero se la golpeaba en serio, me aseguraron que se escuchó como su cráneo crujía con cada golpe. Por suerte para él mi sobrina racionó a tiempo, le redujo, y le ató las manos. Mientras esperaba a su padre, mi hermano, nuestro tío se levantó, salió corriendo, y estampó su cabeza contra un muro de piedra; por poco no se mata. Cuando mi hermano y su hija pudieron volver a reducirlo, atándole todo el cuerpo, él seguía golpeándose la frente contra una roca. Y luego mi cuñada le llenó la boca de pañuelos para que no se mordiera más la lengua -volvió a reír, secamente-. Como puedes ver fue una tarde movida, ojala hubiera podido verlo.

A la mañana siguiente mi hermano marchó a luchar en solitario, pues su hija y su esposa tuvieron que quedare a vigilar al que se suponía era nuestro líder, y mayor de todos los guerreros, que no paraba de llorar y gruñir, suplicando a su hermano que le perdonase.

Uy, perdona, se me olvidó mencionarlo antes. La cabeza que llevaba consigo, era la de mi padre, que él mismo cercenó para poner fin a la guerra que hubo entre nuestras tribus.

Así que imagínatelo. Todas las noches tenía que cenar en la casa de mi madre, que se casó con el enemigo, un borracho desequilibrado, que llevaba consigo lo poco que quedaba de mi padre, la única persona en toda mi vida a la que he considerado mi igual. La cabeza de mi padre, reducida a un trofeo de guerra, a un talismán macabro, único consuelo de su asesino, que se negaba a admitir que había matado a su propio hermano, era… Odiaba comer en esa casa.

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