La abuela suiza de los refugiados españoles

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Vivo a apenas diez minutos de Elne, un pequeño pueblecito cerca de Perpiñán, que se sitúa muy cerca de la frontera española con Francia, la misma que 500.000 españoles refugiados (y digo españoles, no sirios) se vieron obligados a atravesar a pie en condiciones infrahumanas tras la barbarie de la Guerra Civil. Allí, en medio del campo se erige la que en su día fue la Maternidad de Elne, un antiguo palacete burgués que se transformó en maternidad gracias a la labor de una joven y fascinante maestra suiza: Elisabeth Eidenbenz.

Ante las atrocidades y los horrores de la Guerra Civil, esta joven de apenas veinte años, idealista de buenas intenciones, decidió trasladarse primero a Madrid para ayudar a los niños de la guerra, y fue más tarde, con el éxodo republicano, cuando llegó hasta Francia para continuar con su labor. Concretamente en 1939 con la Retirada, fue cuando se produjo la huida masiva de españoles que llegó a los campos de refugiados del sur de Francia principalmente con el insistente frío de un mes de enero. Entre ellos, miles de niños y mujeres embarazadas, que se veían obligadas a dar a luz en las arenas de la playa del campo de Argelès-sur-Mer. En esas mismas arenas, las madres recién paridas, hacían un hoyo en la arena para proteger a sus bebés del frío, porque las mantas y ropas estaban empapadas por las lluvias y la humedad del invierno. Pero sus esfuerzos eran en vano, la propia sal y la humedad de la arena acababan con las vidas de aquellos bebés. Allí, la mortalidad infantil alcanzaba el 95 %. Y hasta allí llegó también Elisabeth, que sin ser enfermera ni matrona, se propuso salvar al mayor número de mujeres y niños de una muerte segura.

Elisabeth Eidenbenz, llena de coraje y valentía, buscó hasta encontrar en Elne un edificio en ruinas, que consiguió que le cedieran para trasladar hasta allí a las refugiadas embarazadas. Gracias a las donaciones que llegaban de toda Europa y a muchos voluntarios, consiguió restaurarlo y hacer de él un refugio de paz y luz para las futuras mamás y sus hijos. Elisabeth caminaba cada día hasta Argelès para ver el estado de las embarazadas, hablar con ellas y darles el cariño que necesitaban. Y a un mes del parto, las cogía y acompañaba una a una, junto a sus otros hijos si los había, y caminaban del brazo los siete kilómetros que separaban el campo de refugiados de la maternidad, alentándolas siempre con palabras esperanzadoras. Intentando alejarlas, a través de su voz, de la crueldad, de las infecciones, del frío y del caos que estaban viviendo en el campo de refugiados.

Elisabeth, junto con otras voluntarias, hicieron posible que estas madres, no solo pudieran dar a luz con dignidad y decencia, sino que además, pudieran también quedarse allí algunas semanas más en buenas condiciones junto a sus hijos. Para ello, organizaron talleres de canto, de baile, y de costura, un lugar en el que las propias madres aportaban su granito de arena con las nuevas embarazadas que iban llegando.

Años después, y tras las españolas, eran las refugiadas alemanas, las que iban apareciendo por la maternidad. Y Elisabeth seguía asistiendo partos, ayudando así a llegar al mundo a casi 200 niños judíos. En total, la Maternidad de Elne vio nacer a casi 600 bebés hasta que en 1944, los nazis la obligaron a cerrarla.

Son muchos los que batallan todavía porque este período histórico no caiga en el olvido. Actualmente, es Serge Barba, uno de los niños nacidos en la maternidad, quien continúa luchando a través de su asociación en defensa de la memoria histórica. Yo misma descubrí hace un año, junto a mis alumnos emocionados, la historia de esta maternidad, puesto que se trata de un período histórico que en Francia estudian con todo detalle tanto en la clase de Historia como en Español.

Desgraciadamente, en la actualidad existen numerosos campos de refugiados repartidos por todo el mundo, y yo quiero creer que existen todavía numerosas y anónimas “Elisabeths” que sacrifican sus vidas por darle un poco de dignidad a las vidas de los demás. También creo que en las clases de Historia se deberían contar, junto a las guerras y batallas, no solo quiénes ganaron o perdieron, sino quienes desde el anonimato trabajaron duro por salvar a las víctimas, porque ellos son los verdaderos héroes de la historia, las almas solidarias, las que no están ni de un lado ni de otro, más que del lado de la vida.

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Llegué al mundo un mediodía de invierno, en Elche, bajo el signo de piscis y ayudada por una ventosa, que despertó en mí las ganas de llorar. Fui una niña tranquila, callada, obediente, estudiosa, de timidez enfermiza. Y llorona, muy llorona, porque la genética desarrolló en mí una sobredosis de sensibilidad. Prefería observar y escuchar a hablar. Al volver del cole veía Barrio Sésamo y nunca me quedé al comedor. De pequeña leía los poemas de Gloria Fuertes y pasé todos los veranos en La Unión, en compañía de un abuelo que criaba jilgueros, una abuela muy coqueta que me contaba secretos familiares y una tía soltera muy muy sabia. Mis padres me educaron en los valores de humildad y respeto. Respeto a todo el que tuviera en frente sea quien fuere. Mi asignatura favorita en el instituto era Literatura, y gracias a la poesía y a mi profesor descubrí lo que era el amor, la vida, la muerte, el paso del tiempo y hasta los placeres prohibidos. Pero lo que siempre me acompañó fue el realismo mágico. A los 18 años el ansia de libertad me llevó a Madrid a estudiar Periodismo y a partir de allí empecé a volar. Un día de primavera, un sabio argentino me predijo en el Retiro que lo mío era comunicar, que viajaría mucho por el mundo, que era una mujer de mar y que al final volvería a mi elemento. Y así se hizo. Pertenezco a la generación ERASMUS. Estudié italiano cuando todos querían saber inglés y me fui a vivir a Roma, cuando todos buscaban un lugar en el Reino Unido. Pertenezco también a la generación precaria. Durante unos cuantos veranos, y algún invierno más, me explotaron como becaria en numerosos medios de comunicación, pero como yo no era consciente de que me explotaban, pues me lo pasaba bien delante del micrófono y escribiendo. Hacía crónicas muy locales en la CADENA SER de Elche, trabajé en Diario INFORMACIÓN y toqué fondo en un diario gratuito de cuyo nombre no quiero acordarme. De allí salí escopetada hacia Francia, para trabajar en Comunicación y Relaciones Internacionales, y después de tres años de puturrú de fuá, me planté en Bruselas. Allí estuve trabajando cinco años en la Comisión Europea, un lugar en el que te pagan mucho por no hacer nada. Pero como allí dentro los días dan mucho para pensar y aquella jaula de oro tampoco me convencía, concluí que si verdaderamente quería hacer algo para ayudar a la humanidad, había que empezar por la Educación. Y como los astros y aquel sabio argentino no se equivocaban, la vida me devolvió al Mediterráneo, donde vivo ahora, un pueblo del sur de Francia, en el que aprovecho mis clases como profesora de español para despertar el sentido crítico en unos adolescentes que andan cada vez más perdidos. Así que soy de todas partes y de ninguna. Un ser sin una identidad declarada, pero con una vocación de madre innata que sueña con dejarle a sus hijas un mundo mejor. Porque no, a España no quiero volver.

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