«Puedo imaginar a mi tío luchando por unas ideas delirantes pero en las que creía a ciegas (…), puedo imaginarlo incluso viendo masones por todas partes, pero verlo como novio de la muerte, rizando el rizo del romanticismo más cursi, me supera. ¿Cómo pudo decir un hombre inteligente, y que yo conocí lleno de sensatez, tamañas bobadas?».

Tusquets, E. (2008): Habíamos ganado la guerra. Ediciones B: Barcelona, p. 123

No somos iguales. Cada cual es de su padre y de su madre, y ni eso. Pero, por lo que sea, suponemos que nos va mejor relacionándonos con los demás. No todos con todos, porque es imposible; ni con redes sociales ni sin ellas. Lo que sea el destino (si es que existe) va acercándonos o alejándonos de unas personas u otras. Incluso conociendo como conoce la ciencia los genes humanos, somos incapaces de concluir por qué se marcan la mayoría de nuestras diferencias al nacer. Algunas sí, claro: especialmente, características fisiológicas (desde rasgos fisonómicos hasta factores que predisponen para algunos patrones de conducta, pasando por trastornos o enfermedades a las que seremos más proclives). Pero nacer en un seno familiar o en otro, en una región o en una época cualquiera no es algo que se pueda determinar fácilmente. Es, en todo caso, un ejercicio a posteriori que se puede hacer conociendo a la persona objeto de estudio, y asociándolo a las personas con las que se ha relacionado y se relaciona, y mensurando en qué magnitud y sentido han ido dándose esas relaciones.

Es imposible relacionarse con todo el mundo. Pero eso no es óbice para que las acciones de una sola persona influyan en nuestros actos. Una persona que no nos conoce, pero no cualquier persona. Para bien o mal: un científico que sintetiza una medicina o un jefe de gobierno que cierra fronteras, por ejemplo. Análogamente, un colectivo con el que jamás hemos tenido relación puede condicionar nuestra devenir a partir de un determinado instante. Pese al aparente control que tenemos sobre el presente, a veces se nos olvida que no contamos con todas las variables que pueden intervenir en cualquiera suceso de lo que antes era cotidiano. También nos olvidamos de que avanzamos o retrocedemos en la medida en que avanza o retrocede nuestro ambiente (social y natural).

Cuando somos niños, nos gusta jugar a evocar épocas pasadas como la Edad Media o la Antigua Roma. Siempre como príncipes y princesas, como Julio César o como cualquier personaje idealizado. Nunca como siervos o esclavos. De adultos seguimos olvidando que la mayoría de nosotros estamos a un paso de la defenestración (literalmente si nos echan a la calle). Si creen que jamás les afectará directamente, reflexionen sobre la delgada línea que separa la utopía de la distopía.

Así, nos preocupamos por la calidad educativa y nos acordamos de Fulanito y de Menganita, que sacan notas excelentes. En algunos casos, estos alumnos excelentes podrán aportar más a la sociedad, que es lo que, en el fondo, parece que se valora cuando queremos la excelencia de nuestro alumnado: grandes profesionales del futuro. Es comprensible si pensamos que los grandes avances provienen de mentes brillantes (si es que acaso provienen de ahí, que no lo sé). Ahora bien, hablando de calidad educativa también se alude a alumnado competente; es decir, que sea competente en su futuro desempeño, que, sin ser genios, sepan salir adelante en el oficio al que se dediquen de adultos. Al menos para que la maquinaria social siga funcionando de forma razonablemente satisfactoria. Y, a ser posible, hacia mejor, claro; siempre en esa función perfectiva que ya tenía la educación en época de Kant (y siempre, en realidad). Pero rara vez se incluye en el discurso político la igualdad de oportunidades. Quizá porque en el pensamiento popular todos esperamos que nuestros nietos, nuestros hijos o nuestros sobrinos se encuentren en la normalidad.

Por nuestra naturaleza miedosa es comprensible que tratemos de anticiparnos a un futuro poco halagüeño de competitividad extrema. A un futuro casi de subsistencia. Pero solemos partir de una visión miope, suponiendo que somos dueños absolutos de nuestros designios. Y no. No, porque intervienen e intervendrán las acciones de los otros. Por nuestra naturaleza volitiva es comprensible que cada cual persiga intereses distintos: que orientemos nuestro esfuerzo en una o en otra dirección, que entremos en conflicto con otras personas, que eso nos lleve a rivalizar, tanto individualmente como en grupos más o menos numerosos en los que cada cual se siente perteneciente. Nos unimos en torno a un equipo de fútbol, en torno a una ideología afín o en torno a una predilección gastronómica. Y también manifestamos nuestra desunión con los grupos rivales. Por nuestra naturaleza adaptativa es comprensible que busquemos las soluciones a los problemas que nos dificultan la vida. Sin embargo, por nuestra naturaleza mortal, somos impacientes y buscamos soluciones rápidas. Y es comprensible, pues hay problemas para los que ha sido necesario el paso de varias generaciones (aparte de los que siguen siendo irresolubles y de los que seguirán apareciendo). Y, claro, generalmente será más rápido emprender una solución que afecte al menor número de personas, aunque esa solución nos salga rana.

Pero vayamos a un ejemplo concreto: esa familia que decidió matricular a su vástago en un centro educativo de los llamados bilingües de la Comunidad de Madrid y que en tercero de Secundaria constata que su hijo va pasando de curso con enormes dificultades y sin haber aprendido nada de Historia de España. Padre y madre tomaron la decisión unos años antes, seducidos por la apabullante campaña institucional de la Administración madrileña, quizá temerosos de un creciente mercado laboral angloparlante, quizá imbuidos del sueño del éxito o quizá reticentes a que su retoño se mezclara con malos alumnos, procedentes de malas familias.

No deja de ser llamativo cómo nos venden unicornios rosas quienes se dedican a mofarse de quienes luchan por una sociedad más equitativa, a la que llaman “país de la piruleta”. Hay un esfuerzo mucho mayor por parte de quienes, además de esforzarse para sí, se esfuerzan también para un entorno mejor. Algo que implícita y paradójicamente admiten quienes, por ejemplo, destacan los nefastos datos de fracaso escolar para argumentar a favor de sistemas educativos elitistas. Si tanto se abomina del fracaso escolar, la solución no pasa por olvidarnos de quienes no llegan al éxito escolar. Por supuesto que también cuenta el esfuerzo del alumnado y de sus familias. Y las aptitudes, claro está, que también hay notables ejemplos individuales de éxito en el programa Bilingüe de la Comunidad de Madrid. Ejemplos que muy probablemente también se habrían dado sin bilingüismo, como ha pasado siempre.

A pesar de todo, incluso quienes desconfían del “país de la piruleta” acaban otorgando un valor intrínseco a una sociedad más equitativa cuando desean que descienda el desempleo y las tasas de pobreza, suicidios o analfabetismo funcional. La razón es muy simple: la mayoría de las personas queremos un entorno mejor, y, cuanto más amplio sea ese entorno, mejor. Nada de islas de bienestar. Porque, por lo que sea, nos va mejor relacionándonos con los demás. Y no es una suposición.

 

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