“Dame tu sucio amor
como aquel pegajoso panfletito
del último cajón del armario de tu papá

Dame tu sucio amor
no creo que nunca antes
hayas visto ese libro

No necesito consuelo
no quiero tu reserva
sólo tengo un destino
y ese es tu sucio amor

Dame tu sucio amor
así como tu mamá
le hace hacer a su sucio caniche

Dame tu sucio amor
del modo que tu mamá
hace que ese apestoso caniche mastique

Ignoraré tu perfume barato
y tu diplomita de morondanga
simplemente te pondré en estado de coma
con un poco de sucio amor”

Dirty Love, Frank Zappa, del disco “Over – Nite Sensation”, 1973

Corría la segunda mitad de los años 90 y, mientras que todos mis compañeros y compañeras adolescentes, como nosotros, escuchaban a Nirvana,Pearl Jam o Soundgarden, a mi amigo Pablo y a mí nos dio por Frank Zappa. De aquella no entendíamos apenas las letras, pero nos alucinaba que un mismo tipo pudiese pasar del rock al “Do – woop”, de los discos instrumentales complejísimos en los que no se encontraba un compás de 4/4 ni con lupa a discos de rock casi hasta tontos, nos maravillaba que personas como Pierre Boulez o Nicolas Sloniminsky, dos célebres compositores de vanguardia del siglo XX admirasen y tratasen como su igual a un tipo con un mostacho y una perilla más propios de un derviche turco que de un músico de rock. Nos asombraba que un greñas al que lo más granado de la música seria de su época admiraba se tomase a sí mismo tan poco en serio como para firmar algunas de sus composiciones de música orquestal más sesudas con títulos tan poco ad hoc como “El Tornado del Punto G” (The G Spot Tornado).

Frank Zappa era muchos músicos en uno, un compendio de toda la cultura americana del siglo XX a la que él ridiculizaba pasado por una batidora de acordes y armonías complejos y ritmos imposibles y aderezada con letras del todo insólitas. Zappa fue rockero, bluesero, jazzero, compositor y director de orquesta y, sobre todo, provocador. Nada escapaba a su feroz dialéctica: ni la moral religiosa trasnochada norteamericana, que él consideraba caduca, con títulos como “Jesus Think You´re Jerk” (Jesús piensa que eres imbécil) o “Catholic Girls” (Chicas católicas), ni siquiera la vida gris y superficial de las estrellas de rock, en temas como “Bobbie Brown” o “Packard Goose” (Mono de Feria).

Canciones como “Dirty Love”, de la que transcribo un fragmento al comienzo del texto, formaron parte del repertorio de Zappa durante años, hasta que un cáncer de próstata nos privó de su genio en 1993. Sin embargo, el compositor y mosca cojonera por antonomasia, analista de la realidad brillante y persona lúcida como pocas vivió un momento que lo turbó y desconcertó a comienzos de los 80; para él, no había explicación ni sentido posible. Era una situación que no tenía ni pies ni cabeza, y que empezó con un apellido tremendamente conocido en la política americana: Gore.

Pero no, no fue Al Gore el que quebró el régimen infatigable de trabajo de Zappa, si no su mujer Tipper Gore; y es que la esposa del por entonces Senador de los EEUU encabezó una campaña de mujeres de políticos para poner freno a las “letras obscenas” en la música rock. Claro, corrían los 80 y todo eran vídeos con mujeres en bikini de generosos pechos, fiestas en la playa y jodienda. Demasiado para la estrechez de mentes de la WASP americana. Finalmente, la idea de la prohibición desapareció, quizás arrastrada por el poderío de la industrias norteamericana en aquellos años, pero cualquier disco editado o distribuido en EEUU desde ese momento que fuese susceptible de contener mensajes “obscenos o poco adecuados” debía llevar, en su cubierta, la famosa pegatina de “Parental Advisory, Explicit Lyrics”.

Para Zappa, aquello fue una completa y absoluta vejación y mientras que los demás músicos se resignaban a poner las pegatinas o cambiar las letras de sus canciones el de Baltimore decidió ponerse al frente de la palestra y seguir protestando, tratando sin éxito, como veremos, de abolir el yugo de la dichosa pegatina. Para él la cosa iba más allá de vender más o menos discos: iba de su derecho inalienable a la libertad de expresión. Argumentaba el músico bigotudo que las palabras son solo eso, palabras, y que no pueden producir ningún mal a nadie. No son dañinas, ni peligrosas. Defendía su derecho a la crítica, la parodia e incluso la burla y lo hacía siendo el primero en reírse de sí mismo (célebre es su fotografía cagando, en pelotas). Tres momentos gloriosos coronan esta épica batalla de Zappa contra el stablishment biempensante estadounidense: Su mítica inervención en el programa de debates “Crossfire”, en el que pone de los nervios a sus contertulios, su declaración ante el Congreso de los Estados Unidos defendiendo sus puntos de vista y, tras la negativa de éste a hacerle el más mínimo caso, su candidatura a la presidencia de los EEUU como independiente que, evidentemente, resultó un fiasco.

Zappa sabía de la importancia de la libertad de expresión, de poder decir lo que te diese la gana, como y cuando te diese la gana a sabiendas de que, muchas veces, podría reportarte más bien pocos amigos y posiblemente poca visibilidad. Nunca le importó, y pese a ello tuvo un éxito más que considerable en un mundo complicado como el de la música. Zappa hubiese alucinado con la España actual.

Porque sí, cada vez que pienso en lo que está pasando en nuestro país, me imagino la tumba de Frank sonando como unas maracas. Me imagino qué pensaría del calvario que está sufriendo su compañero de profesión César Strawberry, líder de Def con Dos, que se enfrenta a un año de cárcel por escribir unos tuits. ¡Unos miserables tuits! De repente, un artista, un músico, un creador que no encaja en el espectro estético, ético y sobre todo político de la mentalidad dominante es considerado peligroso. Nadie mueve un dedo contra los cantantes de Reggaetón y sus letras que incitan a la violencia machista. Pero sí un músico de rap o metal publica unos tuits más o menos afortunados, debe ser perseguido, acosado, castigado.

En mi anterior artículo en Diario 16 que, casualmente, hablaba sobre la libertad de expresión, citaba el caso de Strawberry como uno de esos acosos de uso político y torticero, además de mal entendido, de la libertad de expresión; porque el problema de Cesar Strawberry no está en sus tuits. El problema de Cesar Strawberry es el mismo que el de Soziedad Alkólica y tantas otras bandas del mal llamado “Rock Radical Vasco”; que es objeto de una persecución ideológica. Que es objeto del acoso de esa España de la doble moral que se ofende con los chistes de las víctimas de ETA (y en su derecho están) pero no muestra ni la más mínima piedad con las que tenemos enterradas en las cunetas.

Pero el problema de César Strawberry es todavía mayor: su música va dirigida a los jóvenes, a las clases populares, y en ella se remueven conciencias, se hace pensar, se pretende movilizar a una masa aborregada; y eso sí que no. Primero, consumidores. Luego, trabajadores. Tercero, votantes. No cabe espacio para nada más. Cualquier llamamiento a la rebeldía, cualquier provocación, cualquier texto que induzca a pensar que quizás no nos va tan bien como nos dicen es un peligro, y hay que demostrar que los tipos que los escriben son peligrosos. Como se debe demostrar, tirando de tuits, que un chaval salido de la nada y que no es de los de siempre no puede ser concejal de la capital, que eso tiene un caché. Como se debe demostrar que entrar en una capilla en tetas es delito, pero ir al Consejo de Ministros con estola de visón a firmar el decreto sobre las Cláusulas-Suelo o tolerar la subida de la luz con 2 millones de hogares viviendo en régimen de pobreza energética es completamente normal.

“Huele a bobo en la piel de toro”, dice una de las últimas canciones de Def con Dos. Y continúa:

“huele a timo en el común destino,
huele a estafa en la gran falacia,
de la grande y libre que es tan cutre como rancia,
bajo el yugo eterno los flechas trabajan,
perpetuando los valores de la patria, ¿cuáles?,

chapuza, romería, escaqueo e ignorancia”.

Quizás a nuestros biempensantes prebostes les importan un bledo las víctimas de ETA. Quizás lo que les importa es que Cesar Strawberry les haya descubierto el pastel. Quizás lo único que quieren es sentirse más y más cómodos “en la gran falacia de la grande y libre que es tan cutre como rancia”.

Pues sí, “Huele a bobo en la piel de toro”. Apesta.

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Actualmente profesorcillo, he sido politicucho y musicote, así que soy docto en hacer cierta aquella máxima de “Aprendiz de todo, maestro de nada”. Mi mayor logro es ser el paradigma de la generación nacida entre 1975 y 1985, esos jóvenes engañados a los que se les pedía esforzarse y formarse para ser “la generación más preparada de España” y que han acabado sus días consiguiendo el hito histórico de ser los primeros que, casi con toda seguridad, vivirán peor que sus padres. Entre acorde y acorde de jazz, rock, blues o bossa nova y guitarra en mano recibí algunos aplausos y hasta algún dinero, y participé en política, con más pena que gloria, hasta que la pena dobló a la gloria y me precipitó, junto a muchas otras personas que admiro (ellas, a diferencia de mí, muy válidas) al nuevo exilio interior de quien, equivocadamente, se metió en política para ayudar a la gente. En todo ese tiempo, además, he “malenseñado” a alumnas y alumnos en España en diferentes ámbitos educativos hasta que decidí que era el momento de compartir mi mediocridad con el resto del mundo, por lo que en la actualidad martirizo con mis clases a los jóvenes azerbaijanos de un colegio internacional en Bakú.

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