El mundo de la programación teatral española no deja de ser –como en el resto de las industrias culturales– extraordinariamente paradójico. Desde la puesta en escena de faraónicos musicales hasta la adaptación mecánica de películas de moda, el espectador teatral que busque algo con cierto valor –un cierto riesgo, una pieza en la que realmente alguien intente jugarse algo que no sea su dinero, podríamos decir– suele quedar condenado a una nota a pie de página en las carteleras de las grandes ciudades. De su estadio momificado y putrefacto en las provincias, casi mejor ni hablamos.

A una gran parte del arte se le ha arrancado el gesto ritual y se le ha convertido en una suerte de muñeca hinchable políticamente correcta que siempre ofrece a su público una cálida sonrisa presta para la felación o para el perdón. El rito, ustedes ya lo saben, es otra cosa.

De ahí que El loco candelas sea una obra extrañamente fronteriza, abierta, arriesgada. A medio camino entre la liturgia y la confesión, un único autor (Álex Céspedes) va desgranando pequeños gestos que van desde lo sacerdotal a lo jungiano, de lo místico a lo aventurero. Partiendo de una investigación en la que se pueden rastrear herencias tan dispares como el mester de juglaría, la canción de autor, los textos de Santa Teresa, los diarios de viajes o el pensamiento nietzscheano, El loco candelas condensa en apenas cuarenta minutos de duración un extraño proceso de creencia, sanación y reflexión sobre el mundo contemporáneo. Mezclando las danzas de los derviches con la descripción de paisajes apocalípticos en los que uno puede localizar con absoluta precisión la coreografía de las víctimas de Aleppo, la obra de Céspedes no paga peaje ni en gestos políticos contemporáneos ni en vicios escénicos de moda: depuración, trabajo sobre el cuerpo, espacio casi vacío para trenzar mediante el movimiento y la narración una aproximación de radical importancia sobre la situación contemporánea del ciudadano occidental.

En un momento en el que parece que afea en el currículum reflexionar y asumir las deudas con la herencia literaria y mística española –y podríamos añadir: en un momento en el que “lo español” es generalmente utilizado como una carta afilada para garantizar la pertenencia a tribus políticas neoliberales o protofascistas–, hay que tener mucho valor para acudir a los textos y reutilizar la experiencia, el latido o el recuerdo de los cómicos y los desheredados que andaban profetizando o mendigando, dormitando en las afueras de los cementerios, golpeados hasta morir, yonquis del Verbo y de la barahúnda de los dioses. En la fiesta de los ansiolíticos se esconde la promesa del dios descuartizado por los tiempos. El loco candelas, con dos cojones, nos lo recuerda.

El teatro, decía antes, ha sido domesticado y se ofrece como esos torpes y afelpados cachorrillos que decoran las tiendas de animales en plena campaña de Navidad. Quedan, sin embargo, los creadores en los márgenes que van llenando las salas del circuito independiente con propuestas escandalosas, urgentes, flamígeras, incómodas. Están empeñados en recordar que el teatro no es caja de válium sino territorio inexplorado, no es nana sino aullido, no es dormidera sino exceso divino.

Es emocionante, por lo tanto, cuando alguien se atreve a subir a un escenario y, armado con un cuchillo, escribe sobre el suelo: Hic sunt dracones.

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