¿Es verdad eso de que la infancia es la edad de la inocencia o es un tópico vacío como tantos otros? Freud nos hizo ver que la psique infantil no es tan candorosa ni está tan desexualizada como querríamos creer, y que el germen de toda perversión late con fuerza ya desde los primeros años de nuestra vida. Lo que sí es un verdadero oasis de beatitud es el repertorio de amables mitologías con que hemos rodeado a los niños: un paisaje de cielos surcados por nubes de algodón de azúcar y por un sempiterno arco iris, un paisanaje de hadas complacientes, piratas edulcorados y animales parlanchines. Todos los rostros sonríen, todos llevan una canción en los labios. Este imaginario en el que hoy mantenemos sumergidos a los mocosos no tiene mucha proyección en el pasado, pues los más señeros cuentos tradicionales son casi siempre crueles, violentos y racistas. No se remonta más allá de los autores decimonónicos especializados en literatura infantil, cuyo legado ha sido perpetuado y magnificado por la industria del entretenimiento (cerrad ahora los ojos por un momento; visualizad una andanada de fuegos artificiales iluminando el castillo de corchopán que domina el horizonte de Disneylandia). Todas estas entelequias naíf, utopías de colorines de las que el mundo de chuches de Hora de aventuras es una brillante autoparodia, no se deben a la demanda de los niños, sino a la añoranza que los adultos sentimos por una infancia irrecuperable, idealizada, que en realidad nunca hemos vivido.

Una dulce utopía: el castillo de la princesa Chicle en la serie 'Hora de aventuras.
Una dulce utopía: el castillo de la princesa Chicle en la serie ‘Hora de aventuras.

Desgraciadamente, el sanctasanctórum del imaginario infantil no está a salvo de los ataques del instinto de transgresión. En su lucha por extender el imperio de lo obsceno, Don Carnal no respeta nada e invade sin miramientos los feudos de Walt Disney y de Saturnino Calleja. La inocencia de los cuentos de hadas deviene así inocencia perdida: sus protagonistas, así como sus ingenuos argumentos, sufren una grotesca metamorfosis que los torna abyectos e hipersexualizados. En la edad de oro de los cómics estadounidenses cumplían esta función las llamadas “biblias de Tijuana”, libelos pornográficos distribuidos ilegalmente por todo el país. Reproduzco a continuación lo que sobre estas publicaciones nos cuenta Art Spiegelman, autor de la afamada novela gráfica Maus y experto en comix underground: “Seguramente las biblias de Tijuana no provenían de Tijuana (ni de La Habana, París o Londres, como afirmaban algunas de sus carátulas), y obviamente no eran biblias. Eran panfletos producidos y distribuidos clandestinamente que narraban las aventuras sexualmente explícitas de los personajes más queridos de las tiras cómicas, de celebridades y héroes populares de América. […] Puede que estos libritos recibieran el apelativo de biblias de Tijuana como calumnia, jubilosamente sacrílega, al México pre-NAFTA, o quizás para despistar a los agentes federales, o porque las ciudades fronterizas de la Costa Oeste eran importantes proveedores de todo tipo de vicios. […] Comenzaron a aparecer a finales de los años veinte, florecieron durante la Gran Depresión e iniciaron su decadencia tras la Segunda Guerra Mundial.”

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Los protagonistas de las biblias de Tijuana eran personajes tan apreciados por lectores de todas las edades como Popeye, Supermán, Dick Tracy, Archie, Laurel y Hardy, Annie la huerfanita (que más tarde inspiró otra parodia más fina, el Little Annie Fanny de Harvey Kurtzman)… o, ¡anatema sea!, los animalitos antropomorfos de Walt Disney: Mickey Mouse, el Pato Donald y sus amigos. Soy incapaz de aceptar que este tipo de material, aunque rematadamente obsceno, tuviera la función de excitar a sus lectores. Las biblias de Tijuana no estaban pensadas para leerse con una sola mano; su propósito, así como el de una parte nada desdeñable de la producción pornográfica, es el de derribar mitos culturales a través de una catarsis de procacidad (pensad en Los Borbones en pelota de Valeriano Bécquer o en las sátiras de la revista El jueves). La viñeta que nos muestra al ratón Mickey follándose a Minnie supone una puntilla sangrante y despiadada al paraíso perdido de la infancia. Nos provoca una carcajada al tiempo que nos hiere en lo más íntimo: la dolorosa toma de conciencia de que ya no queda nada sagrado.

De entre todos los referentes culturales que los iconoclastas podían escoger como víctima de sus astracanadas, ninguno más cruel que el de Heidi. Como es bien sabido, a principios de los setenta la empalagosa novela de la suiza Johanna Spyri fue adaptada a la televisión por un equipo de animación japonés encabezado por Isao Takahata y Hayao Miyazaki, futuros padres fundadores del estudio Ghibli. La serie nipona, que se convirtió en éxito internacional y marcó a toda una generación, podrá ser todo lo sentimentaloide y gratuitamente lacrimógena que queráis, pero nadie puede negar que es, por encima de todo, un conmovedor canto a la amistad, a la naturaleza y a la bondad inmanente a la infancia. Todos los motivos del cine posterior de Miyazaki, autor de maravillas del género como Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988), La princesa Mononoke (Mononoke Hime, 1997) o El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001), ya se encuentran en estado embrionario en Heidi. Por eso resulta doblemente sacrílega la reconversión del mito de Heidi al terreno adulto, labor en la que se han aplicado con entusiasmo numerosos aficionados y profesionales de la industria del porno.

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Fijaos que en la trama de Johanna Spyri se evita, en la medida de lo posible, la aparición de personajes en edad de actividad sexual: es un mundo de niños adorables (Heidi, Pedro, Clara) e igualmente adorables ancianos (el abuelo de Heidi, la señora Sessemann, la abuelita de Pedro). Brilla por su ausencia la generación intermedia, representada tan solo por la señorita Rottenmeier, paradigma de la solterona amargada. Eso no es impedimento para que las versiones porno de Heidi, en cómics y dibujos animados de baja estofa, presenten todas las combinaciones posibles de parejas, tríos y orgías con la pequeña Heidi, Pedro, Clara y el abuelo. En concordancia con el clima bucólico de la serie japonesa, se suman en ocasiones a la fiesta los animales circundantes: Joseph, el apático San Bernardo al que llamaron “Niebla” en el doblaje castellano, se presta a escenas de zoofilia. La señorita Rottenmeier se suele reinterpretar como una estricta dominatrix, lo que hay que reconocer que cuadra muy bien con la aspereza del personaje original. La productora alemana Herzog (nada que ver con Werner) lanzó allá por los ochenta una exitosa serie de seis largometrajes porno inspirados en Heidi: un festival de hardcore a ritmo de polka y cantos tiroleses, con el guardarropa repleto de lederhosen, corpiños y sombreros de pluma. En las películas de Herzog, por supuesto, los protagonistas ya no son tiernos infantes, sino chavales talluditos muy por encima de la edad legal (haciendo de niños, eso sí, como Chespirito en El chavo del ocho).

De esta manera, al igual que Marco y su mono se recorrieron medio mundo de los Apeninos a los Andes, la pequeña Heidi también saltó el charco en dirección a poniente: pasó del sosiego de la cabaña del abuelo a la sordidez de un motel en Tijuana. En este viaje iniciático, rito de pubertad, mordió la manzana y perdió la inocencia. Y la vergüenza.

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