No hay nada como viajar en esta vida, en eso estaremos de acuerdo. Una buena experiencia de viaje puede sacarnos de nosotros mismos y enfrentarnos a quienes realmente somos. Y si nuestra propia existencia representa un viaje en sí mismo, hay quienes corren el riesgo de mostrarse de lo más despistados vayan a donde vayan. Incluso al desplazarse a la esquina de al lado. Quien acostumbra a olvidar en casa el bonobús, olvida asimismo su pasaporte en cualquier parte. Y quien antes de partir a las quimbambas posterga y posterga el momento de hacer la maleta, proyecta diversos temores de andar por casa.

Ah, pero qué hay de cuando somos testigos u oyentes de los viajes ya resueltos del prójimo. ¿Acaso algunos amigos y familiares no consideran su última estancia en Kuala Lumpur, sin ir más lejos, digna de ser contada con pelos y señales, inefable incluso? Ya Me refiero a esas temidas sesiones de fotos, de vídeo tal vez, que otros nos encasquetan impunemente y de las que resulta imposible escapar por miedo a traicionar su entusiasmo. Ello solo viene a demostrar que la dicha, placidez y perfección de cualquier plan suelen resultar mucho más aburridas de escuchar y de ver que los reveses, infortunios o contratiempos de una jornada (aún por vergonzoso que consideremos lo segundo). Recordemos, a este repecto, esa célebre frase de Tolstoi: «Todas las familias felices se parecen entre sí, pero las infelices son desgraciadas a su propia manera«. Y es que todos los viajes realizados con éxito vienen a parecerse igualmente entre ellos, igual que los viajes más infelices o atribulados son desgraciados a su propia manera y, en consecuencia, mucho más interesantes de contar, como cualquier anécdota de la propia vida.

En mi familia, especialistas consumados del despiste, abundan las meteduras de pata viajeras, y siempre que considero tal cosa vuelvo a recordar a mi tía Lolín, cuyo viaje a Cuba atravesó tres fases distintas: una amplia sensación de desgracia antes de partir, la más pura felicidad durante la estancia propiamente dicha (esa que precisamente voy a escatimarles, por cierto), y la más cómica estupefacción final. Lolín había proyectado la realización de un sencillo viaje a Cuba en busca de sus ancestros: una de sus abuelas nació en La Habana, y consideró que ya iba siendo hora de pisar aquella tierra de la que tanto ella misma como su hermana -mi madre-, habían oído hablar desde que tenían uso de razón. Tras plantear la búsqueda de rastros familiares -partidas de nacimiento original en el registro oficial de Guanabacoa incluidas-, todo quedó concertado para la primera semana de agosto, billetes reservados, planes concretos de estancia junto a sendos parientes, exótica excursión a Varadero, etc. El problema surgió la noche anterior, con la desesperanzada llamada de teléfono desde Valencia: Lolín reside allí y nos llamó sollozando a Madrid, pues afirmaba no encontrar su pasaporte.

Inútil insistirle por teléfono: «¿has buscado bien?…». Había rebuscado hasta debajo de las alfombras y, en fin, en los lugares más inverosímiles durante un día entero y sin manera humana de encontrarlo. Recordaba haber tenido dicho pasaporte en su poder apenas unas cuantas horas atrás: exhausta, desesperada, razonó que el día anterior había visitado el Corte Inglés para comprar una bolsa de viaje, aunque al percatarse a tiempo de que no cabría en su interior todo lo que deseaba llevar, devolvió el artículo enseguida. Aquel dichoso pasaporte debía habérsele caído por el camino, en mitad de la calle, quién sabe… Apenas quedaban unas pocas horas para coger el autobús que la trasladara a nuestra ciudad y, a continuación, al aeropuerto de Barajas, desde donde partiría ese avión que, supuestamente, llevaría a ámbas hermanas a la tierra prometida. Creyendo arruinada tan evocadora travesía, ambas se rindieron al melodrama, intercambiando frases de este porte: «No importa, no importa, ve tú y cuéntamelo, corazón de oro, sed muy felices sin mí…». O bien: «Sin tí esto no tiene sentido, yo tampoco quiero ir ahora, todo ha terminado, buaaahhh«.

Mónica, mi pareja mexicana, acostumbrada a deambular por diversos aeropuertos, aportó la idea de acudir a la comisaría del aeropuerto y expender un pasaporte temporal, algo posible incluso pocas horas antes de embarcar. Aquello tenía sentido y dicho y hecho: Lolín cogió su autobús, se presentó en Madrid, realizó aquel trámite en comisaría y aún le dió tiempo a partir con inconmensurable alivio de todos. La estancia fue feliz, con ese plus de motivación que no contemplan las agencias de viajes: disfrutar, aún con más intensidad, de aquello que a puntito estuvo de no ocurrir. Incluso encontraron la partida de nacimiento de su abuela, documento tan antiguo que se les pudrió literalmente entre las manos. Aunque la verdadera anécdota finaliza al día siguiente de volver: a Lolín se le ocurrió pisar de nuevo el Corte Inglés, dado que había olvidado comprarle algún detalle o souvenir a una de sus mejores amigas e, interesada por algún artículo que pudiera dar el pego como regalo adquirido en Cuba, ascendió las escaleras mecánicas que conducían a, mira qué casualidad, aquella primera planta -sección «maletas y bolsas de viaje»-, donde adquiriera, más de una semana atrás, esa bolsa que apenas le había servido para hacer el equipaje.

Era esa tranquila hora del día en que ni siquiera hay demasiada gente en unos grandes almacenes, y sintió el extraño impulso de aproximarse a esas bolsas correctamente dispuestas y alineadas. Más especialmente, a una bolsa en concreto, que coronaba un pequeño montículo. No en vano parecía exactamente la misma que eligiera entonces, y una extraña corazonada le hizo abrir su cremallera, encontrar su pasaporte muerto de risa en su interior, mirar en derredor por si la veían cogerlo, metérselo mecánicamente en el bolsillo y girarse para continuar su camino.

«¿Y no le dijiste nada al dependiente de allí…?», repliqué al oír esto.

«¿Y qué le iba yo a decir al pobre?», replicó, encogiéndose de hombros.

Tenía razón. Resulta que, ocho dias atrás, mientras hacía en casa el equipaje, metió toda su ropa y utensilios de viaje en esa bolsa, introduciendo primero -mecanismo de defensa inconsciente-, su propio pasaporte, y sin recordarlo después. Al extraer sus cosas de nuevo lo había dejado olvidado allí dentro, devolviéndolo junto a la bolsa de marras. Que, durante toda una semana, nadie había sentido el menor interés por comprar.

Siempre hay una guinda para cada anécdota: Lolín volvió a casa muy contenta, horas más tarde, y anunció a su familia el descubrimiento de su pasaporte. Todos se quedaron de piedra pómez, claro. Aunque, apenas recuperados tras oír aquella historia, ella les manifestó, exultante, el hallazgo de un regalo perfectamente convincente para dar el pego a su amiga, vamos, como si lo hubiera comprado en Cuba de verdad. Henchida de contento, pasó a mostrarles un simple frasco repleto de terrones de azúcar. Nadie entendió, en un primer momento, la razón de tanto entusiasmo, un objeto así podía haber sido comprado en cualquier parte.

Entonces ella –que nunca había dominado el idioma inglés-, les mostró con aire astuto la etiqueta de aquel tarro en cuestión.

Decía: «Sugarcubes«.

( «terrones de azúcar» en idioma sajón).

Cierto: a mi familia suelen atraerle sobremanera los viajes simbólicos. La propia Lolín, algunos años atrás, decidió abordar el trayecto íntegro del Camino de Santiago parada por parada, arrastrándonos a muchos de nosotros con su entusiasmo. Como mayor particularidad del viaje, no tendríamos que acudir desde Roncesvalles a Santiago de Compostela como peregrinos exactamente al uso (llagas, sacrificios, conocimiento espiritual interior, etc). Al fin y al cabo, ¿quién dijo que una familia no podía peregrinar cómodamente en su coche?… O al menos en un par de ellos, para asegurar que cupiéramos todos. Y aprovisionando un maletero con la más amplia variedad de cayados o bastones de caminante, amén de la propia concha de peregrino, por si nos apetecía entrar en situación de vez en cuando, peregrinos light. Lo cual es un decir, pues dichos peregrinos madrugábamos lo justo para detenernos a contemplar iglesias, hacer un poco de hambre y detenernos a devorar abundantes viandas en lujosos paradores. Aparte de la conducción en sí, nuestro máximo esfuerzo consistió en recorrer, trastabilleando de sopor, el camino necesario, y nunca mejor dicho, para echar alguna copiosa siesta bajo cualquier olmo.

El Camino de la tarta de Santiago. Avistada la entrada de Estella, los primos más jóvenes –Lola, Chema y yo-, decidimos estirar un poco las piernas, no en vano rogamos a mi tío que nos dejara allí mismo, entraríamos por nuestro propio pie en el pueblo. Yo contaba veintiún años, Lola me llevaba cuatro y Chema apenas tenía once. Ahora bien, no recuerdo de quién fue exactamente la idea de abrir el maletero para extraer nuestros respectivos cayados, conchas y gorros que, dicho sea de paso, nos aportaban un aspecto algo estrambótico. ¿Para protegernos de aquel sol que, a esa precisa hora, se iba ya poniendo en lontananza?… Seguramente fue idea de la propia Lolín, tan evocadora como siempre, quien tras entonar entusiasta algunos cánticos preceptivos -«Santa Maria, Strela do dia, mostra-nos via pera Deus e nos guia» y todo eso-, exclamó alegremente antes de arrancar: «¡Adiós, peregrinos! ¡Os esperamos para yantar!».

Apenas un minuto después de que ámbos coches se alejaran, iniciamos del mejor humor nuestra distraída caminata o simulacro de, y mientras arrastrábamos de forma algo amateur nuestros cayados por el suelo, concha colgada del cuello, un rumor particular me hizo girar la cabeza y descubrir, a unos quinientos metros de distancia a nuestra espalda, a toda una comitiva de peregrinos de verdad. Serían veinte o treinta que se encaminaban igualmente hacia el pueblo, con ese andar fatigado de quienes conocen, por su propio pie, los severos rigores de cada jornada.

Un cambio de rasante en la carretera, en el momento de nuestro desembarco, nos había impedido observar el entorno en su totalidad, la proximidad de todos esos tipos, quienes en cambio debían haber reparado en nosotros perfectamente: expuestos en una recta ahora, sin escapatoria posible, todos enmudecieron al instante ante nuestra presencia: solo se distinguían las firmes pisadas de sus botas, el tintinear de alguna cantimplora, el sordo golpeteo de sus cayados. Y callados que estaban, ya lo creo. Al unísono. Apuesto a que entre todas las maravillas y curiosidades presenciadas a lo largo de su viaje, y por muchas promesas que hubieran realizado de antemano, nunca habrían imaginado contemplar a tres cretinos ligeramente barrigudos -dos veinteañeros y un niño-, que descendían de un cocheun Mercedes Benz, para más señas-, abrían el maletero y, apropiándose de la parafernalia oficial del caminante, asumían su rol en la mismísima entrada de uno de los pueblos principales del Camino.

Se aproximaban, poco a poco se aproximaban, ya estaban aquí, y juro no haber sentido mayor vergüenza en mi vida: recuerdo cómo los tres bajamos instintivamente la cabeza, cómo dije en voz baja: «Lola, quiero morirme«, cómo incluso nos cogimos de las manos, sabiéndonos tan sorprendidos in fraganti como esos corredores de marathon que, en mitad de una competición oficial, cogen el metro o el autobús a escondidas, se presentan en la línea de meta y son detectados por la organización sin una sola gota de sudor encima. Fueron rebasándonos uno a uno, sin dirigirnos una sola mirada de reproche, la menor señal de reconocimiento, ni un mínimo saludo o ladear de la cabeza siquiera (tan extendido entre los peregrinos auténticos, y no entre los de pantomima). Mirando exclusivamente hacia delante, muy dignos, una extraña elegancia si me apuran, y no me apuren más, continuaron pasando de largo –alguno iba medio cojeando y todo-, y aún creo que cualquier cosa hubiera sido preferible a aquella censura silenciosa, grave, condenatoria, espantosa. A semejante y ensordecedor bochorno.

Su fatiga pareció recobrar nuevos bríos: aceleraron su paso hacia el pueblo, dejándonos finalmente atrás, nuestras piernas como de mantequilla. Si lo consideramos por el lado optimista, bueno, aquello no ocurríó a las puertas de la propia ciudad de Santiago (ignoro si, obedeciendo causas similares, llegó a producirse algún que otro linchamiento por allí).

No: no conservamos foto-recuerdo alguna de tan gloriosa tarde, por supuesto. Y lo más interesante del asunto es que no recuerdo con tanta nitidez muchas de las bondades de aquel viaje como aquellos dos o tres ridículos minutos de penitencia. Por no hablar de nuestra entrada en Estella, donde, creyendo elegir una calle cualquiera y discreta, acertamos con la que precisamente conducía al albergue oficial de peregrinos, en cuyo exterior nuestros derrengados «compañeros» exponían al aire sus pies recién llegados. Recién llagados.

Un nuevo silencio por su parte. Acompañado de lacónicas y severas miradas esta vez.

Ninguno de los tres supo si utilizar su propio cayado para hacerse un buen hara-kiri antes de cenar.

Tía Lolín nos aguardaba, risueña, en la puerta del restaurante.

«¿Qué tal el paseíto?…», dijo.

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