Concluida las sesiones parlamentarias en las que Pedro Sánchez se sometió de forma infructuosa a la investidura presidencial (algunos la han calificado de ‘posturismo’ y pantomima política), la percepción del futuro político inmediato permite plantear a bote pronto dos reflexiones conexas.

La primera de ellas es que de momento, y a pesar del fracaso cosechado, el aparente esfuerzo negociador y de entendimiento político realizado por el secretario general del PSOE, va a permitirle lo que hasta hace poco parecía imposible: mantenerse momentáneamente a flote fuera y dentro de su partido. La ‘fumata negra’ del Congreso, no impedirá que en última instancia Sánchez vuelva a encabezar las candidaturas socialistas en unas eventuales nuevas elecciones generales, con la esperanza de que la intransigencia de Podemos para facilitar su investidura le permita -ya se verá- un repunte en la consecución de escaños, y no al revés como piensan los dirigentes ‘podemitas’.

La segunda reflexión es que, en ese mismo proceso, Mariano Rajoy, todavía presidente en funciones, ha terminado de arruinar su imagen electoral, gracias sobre todo a su manifiesta renuencia para enfrentarse al devorador fenómeno de la corrupción política. Sin olvidar el coste de la crisis que cargó sobre las clases sociales más débiles, su renuncia a la responsabilidad de intentar la investidura presidencial como candidato del partido más votado (esperando que se la dieran hecha) y su desidia para acometer las reformas institucionales que desde hace tiempo se venían mostrando necesarias como salvaguarda de nuestro modelo de convivencia nacional, teniendo como ha tenido una mayoría parlamentaria absoluta.

Estas circunstancias incidieron en sus sucesivas pérdidas de apoyo electoral. Y ahora, además de haberle impedido lograr el respaldo parlamentario requerido para formar gobierno, amenaza también su papel alternativo de jefe de la oposición; responsabilidad en la que podría verse desplazado por el líder de Ciudadanos, que no ha dejado de transmitir al electorado una imagen de entendimiento político muy apreciada en estos momentos, por ingenuo o artificial que fuera.

Cierto es que para Sánchez no ha habido ‘fumata blanca’ presidencial. Pero no lo es menos que ese frustrante proceso de investidura ha terminado de defenestrar por pasiva a Mariano Rajoy, tanto como aspirante a permanecer en La Moncloa como en su eventual función sustitutoria al frente de la oposición. Ya perdió en dos ocasiones las elecciones generales frente a un candidato socialista de poco peso específico (Rodríguez Zapatero), viéndose ahora desalojado de La Moncloa prácticamente sin posibilidad alguna de volver a presidir un Consejo de Ministros, a pesar de auto considerarse como un ‘activo’ de su partido y no como el lastre que realmente es.

Bien que mal, hoy por hoy el desacuerdo parlamentario nos ha negado un presidente del Gobierno. Pero al mismo tiempo ha terminado de arruinar las expectativas de supervivencia del PP, perjudicando su tradicional posición de dominio en la derecha nacional, ahora compartida directamente con un partido como Ciudadanos, que está aprendiendo a hacer política y a comerle ese terreno de forma acelerada.

Puede que estemos cabalgando (o no) hacia un 26 de junio electoral según el timing institucional, debido a las posiciones tomadas por el PP y Podemos y porque Ciudadanos y el PSOE han preferido aliarse entre sí y no con sus partidos ideológicamente más afines (la moderación y el entendimiento poco tienen que ver con esa renuncia). Una situación en la que sería absurdo volver a nominar a un candidato popular que día a día se ha venido ganando a pulso su actual condición de muerto político viviente.

Lo que quedaría en ese caso es afrontar ya el nuevo tiempo de campaña electoral, en el que más o menos se han venido moviendo todos los partidos desde que la aritmética parlamentaria salida del 11-M advirtiera la dificultad para conformar una suma de apoyos políticos capaz de garantizar un gobierno mínimamente coherente y estable. Un objetivo que se ha visto perjudicado de forma inapelable por el rechazo generalizado que concita la persona de Mariano Rajoy, incluso entre las bases de su partido (el PP está pagando caro el error de no haber cambiado de candidato a tiempo).

Parece que en esa nueva lid volverán competir los mismos protagonistas que lo hicieron en los comicios del 11-M, incluido el muerto-vivo llamado Rajoy, pero partiendo ahora todos ellos de una base de salida electoral y de escaños distinta a la que tuvieron entonces. Y con un bagaje de actitudes, propuestas políticas y percepciones públicas traducibles en votos, también diferentes: para unos candidatos será mejor y para otros peor.

Por eso hay que ver a quien le interesa más o menos el escenario de unas nuevas elecciones. Teóricamente podrían mejorar posiciones los candidatos que en el marco de las negociaciones por la gobernabilidad se han movido ante el electorado de forma más constructiva, aunque se les achaque haber jugado con fuegos de artificio (Rivera, Sánchez y hasta Garzón). Y podrían empeorarla aquellos otros que han sido vistos como intransigentes, poco realistas, autoritarios o simplemente demagogos (Rajoy e Iglesias).

Aun así, las diferencias resultantes en la aritmética parlamentaria tras unas nuevas elecciones generales, podrían ser escasas aunque más operativas. Y eso impone también la conveniencia de planteamientos estratégicos nuevo.

Entonces, el conglomerado de Podemos (los reinos de taifas) y la nueva Unidad Popular deberían realinear sus coincidencias programáticas y su marketing electoral en una acción conjunta si quieren conformar una izquierda hegemónica, obligando al PSOE a reafirmar sus políticas sociales (poco creíbles), a revisar su visión vertebral de España y a respaldar sin fisuras al candidato. El PP no podría hacer nada más que autocrítica real y cambiar de líder, pero no parece que ese vaya a ser el caso.

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