Bebe bourbon de Kentucky el tigre, la sombra del tigre, en los garajes, en los charcos que se forman en los suelos de los garajes. Sigue el rastro deslumbrante e inequívoco de Fernando Alonso. Impresionado como le tratan en EEUU; como una estrella, como a un rey, como a lo que es.

¿Sería posible que ganase la prueba, que se alzase con la corona de las 500 Millas de Indianápolis? Mucho más posible desde luego que verle en el podium del circo de la F1 en las circunstancias actuales. Le han dedicado ya en América una avenida. Su primer encuentro con los monoplazas Indy ha sido seguido por las principales cadenas de televisión. Seis horas seguidas que cualquiera puede ver en Youtube, y que fueron una de las diez emisiones más vistas en todo el mundo el día que se subió a la red.

«A eso se le llama darle la vuelta a la tortilla» se dice el tigre, la sombra del tigre, relamiéndose los bigotes que saben a aceite, gasolina y alcohol. Tanto sus seguidores como detractores estaban convencidos de que le verían durante un año entero arrastrándose por los circuitos otra vez; pero no.

Una pirueta, un salto mortal en el vacío, y Fernando Alonso brilla como nadie, como él lo sabe hacer. ¿Es peligroso? Sí. ¿La aventura puede acabar mal? Tal vez. ¿Y qué?

Los comentaristas de culo plano, los espectadores adocenados y los gruñones amargados tienden a olvidar que el automovilismo no es como el tenis, el fútbol, el ciclismo o el ajedrez. Es uno de los pocos deportes en que gran parte del juego es la posibilidad de morir. Aunque es horrible cuando sucede; y nadie, absolutamente nadie, quiere que suceda. Pero puede suceder.

El niño de diez años. El niño que murió en el circuito de karts que lleva el nombre del campeón español. Y ahora el griterío neurótico de padres asustados que quieren impedir nuevas carreras allí, tratando de buscar culpables a algo de lo que sólo ellos son responsables. Si se empuja a un hijo a practicar un deporte de alto riesgo el niño puede…, sí, desgraciadamente sí, puede morir.

El padre que quiera evitarse ese temor debería animar a sus retoños a practicar el tenis, el baloncesto o el ajedrez.

Pero sucede que no se piensa antes. Sucede que se llora y se culpabiliza al primero que se pilla después. Sucede que las señoras de edad, y no de tanta edad, llevan a sus perritos modificados genéticamente en carritos de bebé por las calles de Mad Madrid. Sign of the times.

Decadencia, blandenguería, estupidez. Nada de eso transmite jamás Fernando Alonso. Valor, imaginación, audacia, alegría de vivir al cien por cien; aunque eso implique el riesgo de morir.

Es natural que la sombra del tigre, ese hermoso y terrible animal en creciente peligro de extinción, se pegue a los pies de Fernando Alonso. Que le siga mental y emocionalmente hasta el continente americano.

La vida se aprecia infinitamente más, se aprecia de verdad, sólo cuando se puede perder.

La edición del Gran Premio de Mónaco perderá este año glamour e interés, porque el mejor piloto del mundo en el momento actual no estará allí. Estará en el óvalo de Indianápolis. En esos coches que no necesitan siete minutos para resetearse antes de arrancar. En esos coches que ruedan a velocidades diabólicas pegados a otros coches capaces de correr con igual rapidez. El lugar donde el piloto puede llegar a domar a la máquina, y también donde la máquina se puede rebelar y le puede comer.

Alonso.

Indianápolis.

La sombra de un tigre.

La sombra de un niño muerto -maldita sea- también.

Aguardo expectante el futuro cercano e imprevisible. Me gustan las bestias mecánicas -conduzco un Corvette- y me gustan quienes se atreven a domarlas y convertirse en las almas que marcan la diferencia a la hora de correr.

 

Otro burbon, por favor.

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