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Felipe II. El permanente dilema

L. Jonás Vega Velasco
L. Jonás Vega Velasco
Natural de La Adrada, Villa abulense cuya mera cita debería ser suficiente para despertar en el lector la certeza de un inapelable respeto histórico; los casi cuarenta años que en principio enmarcan las vivencias de Jonás VEGAS transcurren inexorablemente vinculados al que en definitiva es su pueblo. Prueba de ello es el escaso tiempo que ha pasado fuera del mismo. Así, el periodo definido en el intervalo que enmarca su proceso formativo todo él bajo los auspicios de la que ha sido su segundo hogar, la Universidad de Salamanca; vienen tan solo a suponer una breve pausa en tanto que el retorno a aquello que en definitiva le es conocido parece obligado una vez finalizada, si es que tal cosa es posible, la pausa formativa que objetivamente conduce sus pasos a través de la Pedagogía, especialmente en materias como la Filosofía y la Historia. Retornado en cuanto le es posible, la presencia de aquello que le es propio se muestra de manera indiscutible. En consecuencia, decide dar el salto desde la Política Orgánica. Se presenta a las elecciones municipales, obteniendo la satisfacción de saberse digno de la confianza de sus vecinos, los cuales expresan esta confianza promoviéndole para que forme parte del Gobierno de su Villa de La Adrada. En la actualidad, compagina su profesión en el marco de la empresa privada, con sus aportaciones en el terreno de la investigación y la documentación, los cuales le proporcionan grandes satisfacciones, como prueba la gran acogida que en general tienen las aportaciones que como analista y articulista son periódicamente recogidas por publicaciones de la más diversa índole. Hoy por hoy, compagina varias actividades, destacando entre ellas su clara apuesta en el campo del análisis político, dentro del cual podemos definir como muestra más interesante la participación que en Radio Gredos Sur lleva a cabo. Así, como director del programa “Ecos de la Caverna”, ha protagonizado algunos momentos dignos de mención al conversar con personas de la talla de Dª Pilar MANJÓN. Conversaciones como ésta, y otras sin duda de parecido nivel o prestigio, justifican la marcada longevidad del programa, que va ya por su noveno año de emisión continuada. Además, dentro de ese mismo medio, dirige y presenta CONTRAPUNTO, espacio de referencia para todo melómano que esté especialmente interesado no solo en la música, sino en todos los componentes que conforman la Musicología. La labor pedagógica, y la conformación de diversos blogs especializados, consolidan finalmente la actividad de nuestro protagonista.
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análisis

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Es el 13 de septiembre de 1598. Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. La atmósfera de tétrico silencio, premonitoria, da paso de manera eficaz a la certeza del desenlace. Felipe II de España acaba de dejar este mundo.

Pero la muerte de Felipe II, tal y como resulta convencional cuando hablamos de la muerte de cualquier grande, y Felipe II era un grande entre los grandes; lejos de poner fin a lo que quisiera que fuese lo propio del momento referido, no hará sino comenzar un proceso de murmuración, destinado en este caso a enardecer la figura del que sin lugar a dudas estaba ya desde su nacimiento encomendado a ser no ya un grande en su momento, sino grande en la medida en que su grandeza se incrementará de manera exponencial, en tanto que el paso del tiempo nos permite afianzar lo primoroso que en la mayoría de ocasiones resultó tanto su interpretación de su presente, como especialmente la anticipación ante su futuro.

Resulta más que un presagio el que el comencemos por el final. Por ello es lícito que fijemos fechas y a la par conceptos diciendo que Felipe II había nacido en Valladolid, el 21 de mayo de 1527. Hijo de Carlos I e Isabel de Portugal, sus ascendencias convergían en la ineludible prerrogativa de destinar sobre sus hombros la certeza de lo que habría de ser un Gran Reino. Sin embargo, o a pesar de todo, incluso las mejores expectativas habrían de quedarse cortas, no en vano Felipe II ejerció su poder, extendido a lo largo de sus más de cuarenta años de reinado, en más territorios y lo que es más importante, sobre más súbditos, de cuantos monarcas anteriores habían conocido en su historia anterior.

Convencidos de que en este como en la mayoría de los casos las valoraciones son por ende subjetivas, lo cierto es que ajenos en la medida de lo posible a las controversias del relativismo si bien resultaría una exageración afirmar que la Administración del Reino se iniciara con Felipe II, no es menos cierto que será precisamente bajo su disposición desde donde se alcancen los que hasta este momento se revelen como los mejores momentos del Reino. Y esto no será debido solo al importante efecto que para las finanzas tendrá el aporte de oxígeno procedente de América, sino que gran e indiscutible importancia tendrá buen hacer de un procedimiento de gobierno fundamentado por primera vez en la clara administración, ligado a lo inexorable de la gestión; para lo cual la evidente apuesta por el centralismo, reflejado en el simbolismo que se circunscribe al nombramiento de Madrid como capital estable del Reino, pone de manifiesto.

Convencidos como estamos de la condición de falacia que conllevaría asumir como primer periodo con plena concepción de Estado Moderno no ya al periodo propio en el que el Rey Felipe II desarrolla su labor, lo que por antonomasia supondría extender tal afirmación al periodo en el que su padre reinaba, lo que se traduce en decir que no será hasta el Siglo XVI cuando se desarrollen y adquieran pleno desarrollos las estructuras arquetípicas de Estado con plena noción del tal; no será por el contrario menos cierto afirmar que Felipe II niño será el primer príncipe absolutamente construido esto es, el primero que desde el primer momento recibirá una educación a la altura de las expectativas que del mismo se tenían, las cuales, a la vista de la magnitud del otrora proyecto que su padre se había encargado en convertir en absoluta realidad eran, sin el menor género de dudas muchas, y muy elevadas.

Y es precisamente en este punto donde el gran nexo conductor presente a lo largo de toda la reflexión, hace acto de presencia.

Ser hijo de Carlos I hubo de ser, sin lugar a dudas, todo un cargo. Pesada losa en ocasiones, motivo de orgullo sin duda siempre; Felipe II tuvo en la figura de su padre un claro y firme mentor toda vez que el monarca, tal y como es sabido, llevó a cabo siempre una política que si ha de describirse reduciendo las opciones a dos conceptos estos habrán de ser, sin el menor género de dudas: personalista y absolutista.

Carlos I llevó a gala siempre el tomar sus propias decisiones, lo que en muchas ocasiones se reducía a supervisar los acuerdos tomados por sus embajadores y consejeros. Pero en cualquier caso, y al contrario de lo que en ocasiones se ha tratado de dar por hecho, jamás ocultó su responsabilidad para con los resultados de tales decisiones, ya fuera bajo un complejo tamiz de prestidigitación, o bajo la siempre eficaz consideración que los usos y desempeños del poder absoluto te confieren. Ya fuera en el transcurso de sus negocios en pos de la consecución de la Corona del Sacro Imperio, o de sus gestiones para poner fin a revueltas internas como las de Los Comuneros o Las Germanías, el Rey Carlos siempre firmó con mano firme sus cédulas y decretos. 

Y Felipe II aprendió de tales consideraciones. Aprendió las dificultades propias de tener que gobernar un territorio tan extenso. Aprendió las paradojas de tener que hacerse entender con súbditos en los que la gran exposición geográfica conduce a dificultades vinculadas a consecuencias mucho más notorias que las propias de no entender la Lengua; sino que las dificultades estaban vinculadas a cuestiones mucho más profundas, a cuestiones de Cultura específicamente.

Y será precisamente esta circunstancia, la que se desvela tras el hecho implícito en haber sido objeto de un perfecto y complejo plan educativo, lo que rápidamente se refleja como la explicación más plausible a la hora de permitirnos entender cómo en medio de lo que a priori parecía estar destinado a convertirse en uno de los periodos más propensos a la renovación (no hemos de olvidar que nos encontramos en el periodo que en otros lugares dio píe al Renacimiento), en España acabe por traducirse en uno de los periodos de máxima cohesión y estabilidad.

Será el estudio del exponente que esta última variable nos depara, lo que aporte luz a lo que amenaza con convertirse en una suerte de galimatías. Así, y reforzando la tesis de la condición de proyecto que vino a recaer sobre el joven Felipe siendo todavía príncipe, lo que nos conduce de manera inevitable a la condición de los planes de formación absoluta y perfectamente organizados, ello no ha de conducirnos a pensar que Felipe viera de una u otra forma coartados sus propios procederes a la hora de formarse juicios propios. Solo así, desde la aceptación del protocolo destinado a lograr la conformación de una personalidad completa, podemos llegar a entender el logro de una realidad absolutamente formada de la que el Rey Felipe II dará notable y continuas muestras a lo largo de las múltiples ocasiones en las que las dificultades propias de su misión le requirieron para ello.

Será así que incompetentes para analizar los procedimientos elegidos para la formación del que está llamado a ser uno de los más grandes reyes de la Historia; que seguiremos un procedimiento inverso, o sea, analizaremos siquiera en lo global, su preeminencia en tanto que gobernante.

Vemos así pues que se aprecian grandes peculiaridades, prueba evidente de que si bien Felipe se mostró siempre como un alumno atento, no perdió tampoco la ocasión de aportar su visión específica de las cosas, lo que sin duda procede de su capacidad para interpretar no tanto el proceder, sino más bien las consecuencias que del mismo se deparaban, en lo concerniente a las acciones de gobierno protagonizadas por su padre. En un hecho que a tal efecto puede parecer anecdótico, pero que a mi entender se muestra como especialmente gráfico, Felipe II concibió su manera de gobernar no solo como centralista, sino estrictamente española. Así, al contrario de la costumbre que era de esperar, en tanto que especialmente practicada por su padre, Felipe apenas abandonó España, sencillamente se sentía y ejercía de español.

Tal proceder, lejos de ser en sí mismo un motivo digno de ser calificado, sí que se revela como especialmente significativo sobre todo a la hora de llevar a cabo valoraciones desde la perspectiva de futuro que el estudio nos facilita. Así, el planteamiento de cuestiones tales como la relación que el peso de las cuestiones de política exterior habrán de tener respecto a las de política interior, ponen de manifiesto que en lo concerniente a las prioridades que Felipe II aporta a tales cuestiones respecto a las que su padre Carlos I hubiera implementado, son muy distintas, el algunos casos absolutamente distintas.

Sin embargo, tratar de ver en estas consideraciones una manifestación de deslealtad en lo concerniente a lo que hemos denominado Línea de premonición y coherencia del Siglo XVI español sería sin duda una interpretación malintencionada. De hecho, lejos de concebirse suerte alguna de ruptura, la lectura global de las acciones gubernamentales puestas en marcha por Felipe II quedan perfectamente englobadas dentro de la hegemonía de estabilidad preponderante dentro de un Siglo XVI cuya estabilidad bien podría ser hoy en día, motivo de envidia.

Con todo y con eso, las especificidades propias de los nuevos tiempos, unidas a la perspectiva inherente a la condición de una personalidad independiente de la de su padre, dotarán al Rey Felipe II de una capacidad aguda para poner su sello en cuestiones tanto internas como externas. Destacará así la elegancia con la que el rey será capaz de organizar las tres bancarrotas que en su periodo tuvieron lugar; bancarrotas que analizadas hoy se ponen de manifiesto como excelentes operaciones de tesorería.

Y en el otro extremo, el radicalismo propio y heredado de la visión irracional propia de un mundo marcado por el catolicismo a ultranza.

Con todo, y sin duda gracias a ello, Felipe II y su figura se siguen poniendo de manifiesto en la actualidad como uno de los elementos preponderantes de nuestra Historia, imprescindible sobre todo para comprender nuestro presente.

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