La historia comienza antes incluso de que se pusiera el sol triunfal del Aeropuerto de Fabra y el césped dulcísimo de los campos de golf nunca edificados en Marina D’Or se nos atragantara en la garganta levantina. Más allá de las señoras bien que se inyectan pachuli y bótox y más acá de la peñita guapa que se apuntó a clases de inglés para corear con acento internacional aquello de yo soy Español, Español, Español. Hay un territorio tan pobre en esta tierra que por no tener, no tiene ni presencia en redes sociales: la partida Almalafa.

Al acabar la proyección de Expediente Warren: El caso Enfield (The Conjuring 2, James Wan, 2016), me acordé de Nuno, el pequeño gitano que hacía malabares con el spedball y le enseñaba a los señoritos del Nissan Qashqai una dentadura amarillenta llena de rabia y la mano extendida de los gorrillas adolescentes de la zona del puerto. También me acordé de La Colores, que había perdido a los dos nietos con doce y catorce años en un trapicheo con videoconsolas mangadas –el pequeño, decían, se había desangrado abrazado a una Playstation 3 tras un navajazo mal dado– y desde entonces atravesaba el barrio enloquecida. Todo aquello estaba en Expediente Warren, pero disfrazado de fantasma, de monja demoníaca y de fenómeno paranormal.

James Wan tiene la extraña sensibilidad de ser, a la vez, un circense y un filósofo. Sus películas huelen a barraca de feria, a tren de la bruja, pero al mismo tiempo, son perfectísimos tratados sobre la naturaleza humana. Por eso, sin duda, dan tanto miedo: porque localiza el terror en ese punto ciego que hay entre la literatura del romanticismo y la barriada, ese miedo total a la pobreza que tan bien conocemos los hijos de la transición, los hijos del thatcherismo, los hijos que no teníamos pasta para la gomina del boom del 92 y acabamos viendo a nuestros mayores, reventados después de cuatro décadas de trabajo mercadeando por las oficinas del INEM cuando la movida de Lehman Brothers. Wan realiza una verdadera película política, infinitamente más incómoda que las fábulas moralizantes de los Dardenne o de los Loach, precisamente porque tras la máscara lúdica y divertida que la ciñe, de pronto, emerge la mirada insoportablemente triste de los habitantes del suburbio, el lumpen que hace una ouija cada vez que acude en procesión a los Servicios Sociales –ya es hora de devolverles la mayúscula- para sacarse una prestación y comprar, quién sabe, heroína o pañales, no es asunto nuestro.

MK1_4255.dngUna gran película se puede condensar en un pequeño gesto –en, digamos, un chispazo simbólico. En Expediente Warren el desvelamiento es tan sutil que resulta insoportable: la madre que se ahorra los céntimos del tabaco barato, tabaco pobrísimo y cáncer de pura miseria pagado en cómodos plazos, para poder comprarle unas galletas a su hijo pequeño. Desde que comenzó la crisis, las madres abandonadas de la barriada de Almalafa mezclan la leche que dan los de Cáritas con agua sucia para ir calmando el hambre que amanece en los desayunos de los niños no escolarizados ni escolarizables. Niños que, como los de la película de Wan, podían dialogar en lo íntimo con los fantasmas del barrio. Madres que, como las de la película de Wan, tienen las uñas rotas de limpiar mierda y devolverle la dignidad a un apellido que con frecuencia les despreció. Si les gustó el estilo de Messi driblando rivales e impuestos, no se pierdan la cintura de las walkyrias de la barriada arrastrándose hacia los supermercados del centro para pedir cartones de leche.

Wan maneja la cámara con una elegancia indudable y tira de planos cenitales para contar la historia de los niños pobres poseídos por demonios que aúllan en sordina: el hambre, el olor a orines de la casa, el padre abandonado, las paredes mal encaladas, la grisor de la vida que se les viene encima y se aposenta bajo sus huesos. En la segunda Expediente Warren no se sabe si la cámara es neutral o si es la mirada del fantasma la que coincide con el marco fílmico. La posición volátil nos impide empatizar con facilidad con los personajes, con sus miedos, con sus mentiras. Al final, la película nos rechaza y se cierra, para incredulidad del personal, sin el inevitable susto en plano sostenido que se multiplica en las películas de terror convencionales.

En el cine de verano de Almalafa están proyectando la peli de Wan en una sesión continua que sólo bajan a ver los maderos, los narcos y los ángeles custodios del Ayuntamiento. La taquillera se guarda los cinco euros de la papelina para comprar algo. Heroína o pañales, no es asunto nuestro.

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