Con vocación de permanencia, la nueva aritmética electoral ha decretado el fin de las mayorías absolutas y de las minorías mayoritarias, poniendo en jaque el tradicional modelo español que va de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas. Del PSOE al PP y del PP al PSOE. ¿El fin del bipartidismo?

En estas, Albert Rivera se aparece como el guardián de las esencias ofreciendo a ambos partidos el mayor Pacto de Estado desde el advenimiento de la Segunda Restauración Borbónica, que no otro que salvar el bipartidismo y consagrarlo como única forma de Gobierno. Un contexto de corte conservador en el que Ciudadanos se revela como la única fuerza moderadora para una Democracia que se debate entre ruptura o continuidad ante los síntomas de agotamiento del impulso constitucional de 1978. La ruta Rivera hace innecesarios cambios dramáticos del actual statu quo, pero exige ceder al joven diputado catalán las pesas decisivas que inclinen a derecha o izquierda la balanza de cada legislatura. A cambio, PP y PSOE obtienen garantías sólidas de que siempre habrá uno de los dos grandes partidos al timón del Gobierno de España.

La ruta Rivera es clara y claramente continuista. Exige posicionarse, aquí y ahora, ante los dos escenarios políticos posibles para las próximas décadas. El PP lo ha entendido a la perfección, y ejecuta sin dificultad los primeros acordes de la partitura de Ciudadanos. Al fin y al cabo no es una fórmula nueva. Funcionó con éxito durante la década de los 90, cuando el omnipoderoso Jordi Pujol incluso se reservó el derecho -y llegó a ejercerlo, bien lo saben Felipe González y Aznar- de convocar elecciones generales y resolver desde San Jordi la ocupación La Moncloa. En este sentido, Rivera aporta un plus de estabilidad y garantiza una poderosa alianza, ora de tinte conservador, ora progresista, de dos tercios del Congreso, a mayor gloria del bipartidismo y sin la espada de Damocles del nacionalismo.

En el contexto rupturista, y –siendo objetivos- con un proyecto aún en proceso de definición, se sitúan Podemos, las confluencias, los restos de Izquierda Unida y los partidos nacionalistas e independentistas. También algunos sin representación en Las Cortes, pero con gran predicamento e influencia, como el PACMA, los sindicatos, una sustanciosa representación de los llamados movimientos sociales, el poderoso arcoíris de las mareas reivindicativas, las organizaciones estudiantiles y los ecologistas. Son la recurrente sociedad civil, ahora sentada en el Parlamento (en el imaginario colectivo todos aparecen asimilados en el concepto Podemos). Con un inédito y apabullante 27 % del Congreso, y empoderado para proponer otra mayoría ciudadana. Una que ponga el Estado patas arriba, aborde reformas constitucionales de calado, y reclame como cierta una nueva realidad política y social de la que España puede ser abanderada o quedarse en el “asalto a los cielos”.

Y enmedio… el PSOE. Con una dirección enferma de interinidad, y sin proyecto ni respuestas ante el abrumador reto que tienen ante sí los socialistas. Que es, ni más ni menos, que decidir por todos los españoles a qué lado del tablero se jugará la política nacional de la próxima década. Establishment o ruptura.

Si el PSOE cede –también- ante el pujolismo a la española de la providencial ruta Rivera, afianzará su rol de partido de Gobierno a la vieja usanza y podrá alternar La Moncloa con el PP durante otros 10 ó 20 años. Será, junto a populares y Ciudadanos un partido constitucionalista de una cómoda estructura parlamentaria, en la que el 70 % de los diputados ejercen el poder per secula seculorum. Los socialistas se habrán pedido establishment en una España que admite “volquete de putas” como animal de compañía.

Si el PSOE apostare, por el contrario, por reconocer las evidentes fallas del sistema, su propia responsabilidad en estas, y la necesidad de actuar desde el ideario socialista, tendrá una cálida bienvenida en el ala izquierda del Hemiciclo, en la que hace tiempo que se le añora. Pero tendrá que asumir que en el escenario surgido tras el 15M, tendrá que pelear también el liderazgo. De Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas, devendrá de Sánchez, Díaz o Madina a Iglesias y viceversa. Del PSOE a Podemos, de Podemos al PSOE. El tique moderador de Rivera estará aquí en las atomizadas manos de los partidos nacionalistas e independentistas, que serán los que inclinen la balanza del poder. El PSOE se verá obligado a estudiar nuevas formas de encaje territorial, así como aceptar que la Constitución no es intocable, si quiere optar a capitanear la «nueva mayoría». Podrá jugar, eso sí, con cierta ventaja la batalla por el liderazgo, aunque se verá obligado a superar tanto sus méritos históricos como el reproche acumulado de su electorado perdido. Se habrá situado con los que claman ruptura.

Dicho de otra forma, el socialismo español está en una encrucijada en la que debe decidir si la mayoría de este país la van a administrar los que defienden políticas estables (y, empero, poco ambiciosas) basadas en conceptos políticos como “reloj de la democracia”, “unidad nacional”, “estabilidad institucional”, “senda de crecimiento”, “techo de gasto”, “compromisos europeos” y, en caso de imperiosa necesidad, “pacto contra la corrupción” o “reforma electoral”.

O si, gracias al PSOE, España va a enfrentar su futuro inmediato junto a los que están dispuestos a supeditar todo lo anterior a objetivos más mundanos como “derecho a una vivienda diga”, “ni un día sin comer”, “sanidad universal”, “educación libre, gratuita e igualitaria”, “fiscalidad equitativa”, “salario social”, “diversidad” y “desarrollo sostenible”, todos ellos bajo el prisma de “una Europa sin diferencias para todas”.

Establishment o ruptura. Volviendo a la reciente aritmética electoral, ninguna de las dos será posible sin el concurso del PSOE. Los socialistas tienen en su mano sumarse a la ruta Rivera de la “estabilidad” y arrinconar a la izquierda parlamentaria, encapsulándola y convirtiéndola en una emblemática pero inoperante fuerza política (como la vieja Izquierda Unida de julio Anguita) de la que España hasta podrá presumir, por su coraje y utópico romanticismo social, ante sus socios y aliados. O bien pueden los socialistas apostar por un futuro común incierto y políticamente revolucionario.

Lo incuestionable es que el PSOE está invitado a ser Cánovas o Sagasta, Sagasta o Cánovas, en los dos lados del recién estrenado plató político del siglo XXI. Que el guión de las próximas décadas solo tiene lugar en uno de ellos, y que no se escribirá sin los socialistas. Un inmenso poder decisorio que afectará sobremanera en cómo va a ser la España del futuro próximo en la Europa post Brexit.

El problema radica en que es una decisión que trasciende si Rajoy sigue o no mañana en La Moncloa. Y que, por tanto, no puede estar en manos de una dirección interina surgida en un Congreso Extraordinario y sin ponencia política. Mientras Pedro Sánchez se mantenga en la estrategia de los tres noes se alarga el tiempo muerto y no habrá nada que decidir.

Paradójicamente, es la propia interinidad actual del PSOE la que puede impedir que una estratégica abstención y un eventual Gobierno del PP sean penalizados electoralmente. Sánchez habrá desbloqueado el actual callejón sin salida, y estará dando a los socialistas la oportunidad de “repensarse” sin luchas cainitas cargadas de rencorosa inmediatez. Recuérdese que el último documento político, la hoja de ruta socialista, data de comienzos de 2011, y fue aprobado para una dirección dirigida por Alfredo Pérez Rubalcaba. Más que pasado. También que desde que fue aprobado, el PSOE ha perdido casi todas las elecciones, y que en España hay nuevo escenario con nuevos actores.

Pedro Sánchez debe a los socialistas el respiro necesario para decidir no dónde quieren estar hoy, sino qué camino seguir y con quiénes prefiere construir el PSOE el modelo de mañana al que lleva. Tedioso e inalterable presente, o inspirador e incierto futuro. Establishment o ruptura.

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