Que la demoscopia electoral está manipulada -sus responsables prefieren decir ‘cocinada’-, es algo evidente. Solo hay que observar las notables diferencias que sobre una misma realidad trasladan las distintas encuestas al uso, según quienes las financien abierta o veladamente o cuáles sean los medios informativos que las publican (que ese suele ser su fin sustancial).

Dice un viejo refrán de alcance universal que quien paga a los músicos elige la pieza que tocan. Su aplicación al caso es especialmente adecuada.

De hecho, la pantomima de este tipo de encuestas llega al extremo no solo de confundir la ‘estimación’ de votos para cada opción partidista con el ‘voto decidido’ en cada caso (aplicando fórmulas aproximativas más o menos sui géneris), sino de reconocer muestras ínfimas sobre el universo de votantes (500, 1.000 o a lo sumo 1.500 entrevistas) cuya significación a nivel de provincia o circunscripción electoral carece de representatividad. Y menos todavía para asignar los escaños correspondientes, sobre todo en una confrontación multipartidista que a veces cuenta además con opciones añadidas de ámbito autonómico, muy distinto del tradicional enfrentamiento bipartito PP-PSOE.

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Por eso, cuando se pontifica con las encuestas electorales, lo que en el fondo se plantea es pura filfa y enredos de los politólogos de turno para potenciar o depreciar una u otra opción de partido; algo que jamás se toleraría en el terreno del marketing académico. Con todo, las encuestas políticas existen, dan de comer a mucha gente y, cuando se ven publicadas en los mass media, hasta parecen creíbles.

Y lo cierto es que, con esa apariencia de credibilidad, lo que pretenden es embaucar al elector, condicionar sus opiniones y mover su comportamiento en las urnas, aprovechando la debilidad de sus creencias y convicciones, propia de su temperamento, manipulable en exceso y extremadamente sensible a las corrientes de opinión y a los movimientos sociales pendulares.

Así, se está más ‘en contra de’ que ‘a favor de’. Por eso, puede decirse que, prácticamente, desde la Transición ningún partido o candidato ha ganado unas elecciones generales, sino que más bien han sido perdidas por su contrincante.

En esta ocasión, y a partir de las elecciones europeas de mayo de 2014, que anunciaron la caída del bipartidismo PP-PSOE y la irrupción de Podemos en la arena política, consolidadas en los sucesivos comicios autonómicos y municipales, las encuestas electorales han proliferado como los hongos en primavera. Y además lo han hecho introduciendo el sistema barométrico; es decir, la secuencia continuada de encuestas, de forma que, junto a las ‘cocinas’ demoscópicas interesadas en cada caso también ha crecido la alienación de la opinión pública y no su educación política…

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Pero toda esa volubilidad pre-electoral o la prevalencia de maquillar el dato estadístico recabado, no tiene más remedio que ir aproximándose, día a día, a la realidad cierta, para no terminar estrellada contra la evidencia final de las encuestas a pie de urna y de los resultados proclamados por la Junta Electoral Central, precedidas además de unas experiencias electorales imposibles de ocultar. Por eso, los esfuerzos demoscópicos que pretenden ignorar, por ejemplo, los resultados obtenidos por Ciudadanos en las últimas elecciones catalanas o los de Podemos en los ayuntamientos de Madrid, Barcelona, Valencia…, son verdaderamente ridículos, porque sobre la manipulación del fotograma sociológico que representa cada encuesta lo que se termina imponiendo es la realidad de la tendencia electoral arrastrada a lo largo de toda la legislatura.

Hoy, antes del 20-D, ya sabemos que el bipartidismo ha muerto y que existen cuatros fuerzas políticas de ámbito nacional en liza consolidada. Y también que esas cuatro opciones aproximan cada vez más sus resultados, lo que de forma implícita supone -gobierne quien gobierne- un estruendoso fracaso del PP y del PSOE y un éxito incontrovertible de Ciudadanos y Podemos. Esa es la realidad.

Es más, en una dinámica de resultados finales todavía no resuelta, quizás se terminen dando algunas tragedias partidistas similares a las que en otros tiempos protagonizaron primero la extinta UCD y a continuación el efímero PRD auspiciado por Miguel Roca, Antonio Garrigues y Florentino Pérez. Ahora, las amenazas del ‘sorpasso’ de Ciudadanos en el centro político y de Podemos en la izquierda, están ahí, a punto de hacer saltar por los aires la chafarrinada previa de las encuestas manipuladas.

Algunos analistas avezados comenzaron a señalar a Albert Rivera como posible nuevo presidente de Gobierno el pasado mes de octubre. Estos últimos días ya se apuntan a esa misma posibilidad los periódicos de mayor influencia política, quizás alertados por el mismísimo The New York Times, un referente mundial que también ha apuntado en esa dirección.

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Y es que en el nuevo escenario de fragmentación electoral y juego político ‘a cuatro bandas’, sin posible mayoría absoluta, solo cabe formar gobierno de dos maneras. La primera sería mediante una coalición post electoral, bien fuera bipartita o tripartita, de difícil encaje con las siglas que se quiera, tanto en términos ideológicos como en intereses de partido. La segunda, política y socialmente más asumible, sería formar un gobierno en minoría parlamentaria, apuntalado con apoyos externos de legislatura y acuerdos para pactar políticas de Estado.

Esa alternativa, especialmente difícil para el PP por su enfrentamiento con el resto de fuerzas políticas (aunque posible), es en la que la pugna entre Ciudadanos y el PSOE por alcanzar el segundo mejor resultado electoral, se muestra decisiva. De estos dos partidos, el que finalmente resulte más votado tendrá la mejor opción para alcanzar la presidencia del Gobierno.

Lo que pasa es que, en la situación de un triple empate técnico entre PP, Ciudadanos y PSOE, que es en la que verdaderamente estamos, el partido centrista o moderado de Rivera puede seguir creciendo en los próximos días tanto a costa del PP como del PSOE, llegando así incluso a alzarse con la victoria final. Esto es lo que se percibe en un análisis frío y alejado de la visceralidad ideológica, pero también desde la perspectiva más emotiva y útil para los votantes que hayan agotado su capacidad de aguante frente al actual modelo bipartidista, realmente agotado y sin fuelle para afrontar las reformas institucionales pendientes.

Vox, UPyD, e incluso IU, cuentan poco a efectos de formar gobierno. De forma que sus votantes potenciales tratarán -y ese es otro aspecto a tener en cuenta- de dar un sentido de mayor utilidad a su voto. El tan traído y llevado tema de los ‘indecisos’ es menor: al final lo razonable es que sus votos se repartan de forma proporcional entre el resto de las opciones en liza.

Cierto es que el último barómetro del CIS (que es el instituto demoscópico del Gobierno), realizado con una gran muestra de 17.452 entrevistas y hecho público con suma oportunidad justo al comienzo de la campaña electoral, coloca al PP en primera posición con el 28,6% de los votos, seguido del PSOE con el 20,8%, de Ciudadanos con el 19,0% y de Podemos con el 9,1%. Pero no lo es menos que, al final, sus datos no se acercan a la realidad ni por asomo; así que cuidado con los embaucadores vengan de donde vengan.

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Sin ir más lejos, la última estimación de votos del CIS en las elecciones catalanas del pasado 27 de septiembre, en base a otra espectacular macro encuesta autonómica de más de 3.000 entrevista, fue de un 32,3% para Junts pel Sí (que obtuvo un 39,59), un 8,8% para Ciutadans (que obtuvo un 17,9%), un 7,4 para el PSC (que obtuvo un 12,72%), un 3,9% para el PPC (que obtuvo un 8,49%)… Eso es lo que hubo, le duela a quien le duela, y no sería extraño ver rectificaciones del mismo calibre en la noche del 20-D.

En cualquier caso, nos cuesta trabajo no fijar posición personal al respecto, que la tenemos. Pero lo cierto es que el modelo político necesita cambios y que, a la luz de nuestra última y más decepcionante historia, solo Ciudadanos y Podemos muestran una actitud revulsiva, aunque con enfoques muy diferenciados.

PP y PSOE siguen en lo suyo, aunque al final su única opción sea la de vestir santos y decidir a quién apoyar. Quizás por haber entrado en los enredos de la cocina demoscópica.

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