Lleva gafas pequeñas, barba, esconde sus greñas bajo una gorra carcomida por el tiempo y se cubre el cuello con un pañuelo palestino. En definitiva, reúne todas las cualidades de lo que vulgarmente tacharíamos en España de « perroflauta ». En Francia lo llaman “gauchiste”. Su semblante es serio, tranquilo. La mirada serena del que camina por la vida con la satisfacción de saber que está haciendo lo correcto. Se llama Cédric Herrou, es francés, agricultor, tiene 37 años y actualmente está siendo juzgado en el Tribunal Correccional de Niza por haber ayudado a centenares de refugiados africanos, entre ellos niños, a atravesar las fronteras hasta llegar a Francia. Su objetivo no va más allá de lo humano : acogerlos, salvarlos de las malditas trampas que esconden las fronteras, darles techo, comida y un camino hacia la regularización de su situación. Gracias a él, y a incontables vecinos también afectados por el virus de la solidaridad, muchos de estos refugiados han esquivado la muerte. Sobre Cédric pueden caer ocho meses de cárcel y una multa de las impagables. Pero no le importa, porque su convicción es bien clara: salvar a los clandestinos de la miseria humana que se alza victoriosa a las puertas de los países desarrollados. Más que una necesidad, para él es un deber. Este joven francés, que ha montado un campo de refugiados ilegal al lado de su casa, confiesa que si no se implicara se sentiría cómplice de la violación de los derechos humanos.

Para este agricultor humanista, « lo que yo hago no es un sacrificio, es un honor. Nuestro papel es el de ayudar a estas personas a sobrepasar los peligros que se establecen en las fronteras en nombre del terrorismo». Tras él, los aplausos de un pueblo que ha salido a la calle para apoyarle levantando pancartas en nombre de Voltaire y Víctor Hugo, en nombre de los olvidados. Gente que se arma de discursos llenos de fraternidad, paz, armonía, pueblos unidos, solidaridad. Pero cuando la solidaridad está en contra de los intereses de un país, entonces se denomina “ayuda ilegal”. La misma ley que juzga y deja impune y gloriosa a una invulnerable Christine Lagarde frente a un caso de corrupción millonaria, se vuelve ahora contra el pueblo para condenar con alevosía la fraternidad de los que solo tienen ojos y manos para los vulnerables.

La ley está en su contra y, por ende, en contra de la gente que vive en la miseria. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que a ojos de la justicia y de los medios de comunicación de masas, este joven idealista no es más que un ángel exterminador que acoge a gente ilegal promoviendo las diferencias en el seno de una Europa blanca, fuerte y unida, pretendiendo convertirla en un campo de refugiados, con todas las “desgracias” que toda esa mezcla puede conllevar. De nuevo la manipulación.

Atrás quedaron los derechos humanos y la protección de los menores. La libertad, la igualdad y la fraternidad pertenecen ya a un pasado enmohecido y amarillento. Nuestra retina está tan acostumbrada a que la bombardeen con la miseria y la muerte a través de las pantallas, que muchos ya ni se asustan. Pero estamos de suerte, porque todavía quedan muchos desobedientes como Cédric que salen a la calle a actuar en nombre del Humanismo. Sin embargo, hacen falta más.

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Llegué al mundo un mediodía de invierno, en Elche, bajo el signo de piscis y ayudada por una ventosa, que despertó en mí las ganas de llorar. Fui una niña tranquila, callada, obediente, estudiosa, de timidez enfermiza. Y llorona, muy llorona, porque la genética desarrolló en mí una sobredosis de sensibilidad. Prefería observar y escuchar a hablar. Al volver del cole veía Barrio Sésamo y nunca me quedé al comedor. De pequeña leía los poemas de Gloria Fuertes y pasé todos los veranos en La Unión, en compañía de un abuelo que criaba jilgueros, una abuela muy coqueta que me contaba secretos familiares y una tía soltera muy muy sabia. Mis padres me educaron en los valores de humildad y respeto. Respeto a todo el que tuviera en frente sea quien fuere. Mi asignatura favorita en el instituto era Literatura, y gracias a la poesía y a mi profesor descubrí lo que era el amor, la vida, la muerte, el paso del tiempo y hasta los placeres prohibidos. Pero lo que siempre me acompañó fue el realismo mágico. A los 18 años el ansia de libertad me llevó a Madrid a estudiar Periodismo y a partir de allí empecé a volar. Un día de primavera, un sabio argentino me predijo en el Retiro que lo mío era comunicar, que viajaría mucho por el mundo, que era una mujer de mar y que al final volvería a mi elemento. Y así se hizo. Pertenezco a la generación ERASMUS. Estudié italiano cuando todos querían saber inglés y me fui a vivir a Roma, cuando todos buscaban un lugar en el Reino Unido. Pertenezco también a la generación precaria. Durante unos cuantos veranos, y algún invierno más, me explotaron como becaria en numerosos medios de comunicación, pero como yo no era consciente de que me explotaban, pues me lo pasaba bien delante del micrófono y escribiendo. Hacía crónicas muy locales en la CADENA SER de Elche, trabajé en Diario INFORMACIÓN y toqué fondo en un diario gratuito de cuyo nombre no quiero acordarme. De allí salí escopetada hacia Francia, para trabajar en Comunicación y Relaciones Internacionales, y después de tres años de puturrú de fuá, me planté en Bruselas. Allí estuve trabajando cinco años en la Comisión Europea, un lugar en el que te pagan mucho por no hacer nada. Pero como allí dentro los días dan mucho para pensar y aquella jaula de oro tampoco me convencía, concluí que si verdaderamente quería hacer algo para ayudar a la humanidad, había que empezar por la Educación. Y como los astros y aquel sabio argentino no se equivocaban, la vida me devolvió al Mediterráneo, donde vivo ahora, un pueblo del sur de Francia, en el que aprovecho mis clases como profesora de español para despertar el sentido crítico en unos adolescentes que andan cada vez más perdidos. Así que soy de todas partes y de ninguna. Un ser sin una identidad declarada, pero con una vocación de madre innata que sueña con dejarle a sus hijas un mundo mejor. Porque no, a España no quiero volver.

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