Elena compra productos congelados porque no sabe freír croquetas, ni cocinar nada comestible, ni tiene vocación innata de madre, aunque ame a su hijo por encima de todas las cosas. Eleonora decidió trabajar por su cuenta con el objetivo de poder estar más presente y vivir de cerca la educación de Penélope y Teresa. Anne, separada, ve a su único hijo una semana sí y otra no. Patricia se inseminó en solitario hasta conseguir traer al mundo a una hija de bucles dorados que la lleva por la calle de la alegría y de los sinsabores. Ana tuvo la suerte de poder dejar de trabajar para no perderse ni un minuto de la vida de Ana. Marina tardó siete años en conseguir adoptar una niña nigeriana, hasta que lo consiguió; ahora lleva tres esperando a que nazca un niño en Vietnam, que parece no llegar nunca. Celia, junto a su compañero, tardó años en conseguir ser madre hasta que, unos pinchazos más tarde y dos partos, le regalaron tres hijos que la han llenado de ojeras y una multitud de horas de sueño por consumir. Lola fue madre por sorpresa con 42, después de veinte años intentándolo. A Milena se le murió un hijo en el vientre, y con él sueña cada noche. Tere, que se crió sin madre, dio a luz a tres hijos a los que crió con una fuerza insuperable. Sandra se llevó un susto porque aquello que le habían contado no era tan maravilloso, pero su entrega es absoluta. Marta dio a luz a ocho hijos por sus convicciones religiosas. Hay otras, que no son como las demás, como la de Angelika Schrobsdorff. Stéphanie consiguió ver a su hijo por primera vez gracias a la gestación subrogada. Manuela trabaja a deshoras y no ve a sus hijos todo lo que quisiera, porque son tiempos difíciles. También hay tías solteras y abuelas sabias como Antonia, que son más que madres y que crían ante la ausencia de éstas con la sabiduría que dan los años y la tenacidad de quien lo ha vivido todo. Todas mujeres, cada cual a su manera, diferentes, pero todas madres, cuyos actos se miden con la vida.

Yo, de mi infancia, tengo el recuerdo de sus manos suaves, manos de madre a las que agarrarse al ir al colegio y en los momentos de pánico escénico; agarrarte muy fuerte a su mano era como volver al útero. Después, el tintineo de su risa y una sempiterna sonrisa que todavía hoy resuena con el eco del regocijo y la alegría de las satisfacciones que da la vida, aunque ésta haya estado llena de obstáculos. Una vez me convertí en madre, e inmediatamente ella se convirtió en abuela, entonces me percaté de esa inteligente capacidad que tiene para decir cosas sensatas frente a la insensatez. Ellas, las madres, siempre tienen un saco de palabras que lo curan todo sin saber cómo.

La memoria, los recuerdos, lo aprendido de todas ellas son la clave de nuestras vidas hasta en su ausencia, porque aunque a veces nos parezca que las madres pueden durar más de cien años, el azar se las lleva un día. Y esa presencia indefinida 24 horas al día, siete días a la semana, que funcionaba con tocar a la puerta o marcar su número de teléfono, desaparece. Y entonces, hay que tirar de recuerdos, de frases y fotos.

Una madre, (del mismo modo que un padre que ejerce de padre), está en la esencia misma de nuestras vidas y actos, sea el tipo de madre que sea. Detrás de cada madre hay un relato veraz, una historia siempre cargada de momentos desgarradores, de la que nosotros formamos parte indisoluble. Una madre sabe cómo hacerte sentir vivo porque pocos conocen tus debilidades tan bien cómo ellas. Porque traerte al mundo ya fue una historia en sí misma. Para lo bueno y para lo malo. Siempre. Ellas.

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Llegué al mundo un mediodía de invierno, en Elche, bajo el signo de piscis y ayudada por una ventosa, que despertó en mí las ganas de llorar. Fui una niña tranquila, callada, obediente, estudiosa, de timidez enfermiza. Y llorona, muy llorona, porque la genética desarrolló en mí una sobredosis de sensibilidad. Prefería observar y escuchar a hablar. Al volver del cole veía Barrio Sésamo y nunca me quedé al comedor. De pequeña leía los poemas de Gloria Fuertes y pasé todos los veranos en La Unión, en compañía de un abuelo que criaba jilgueros, una abuela muy coqueta que me contaba secretos familiares y una tía soltera muy muy sabia. Mis padres me educaron en los valores de humildad y respeto. Respeto a todo el que tuviera en frente sea quien fuere. Mi asignatura favorita en el instituto era Literatura, y gracias a la poesía y a mi profesor descubrí lo que era el amor, la vida, la muerte, el paso del tiempo y hasta los placeres prohibidos. Pero lo que siempre me acompañó fue el realismo mágico. A los 18 años el ansia de libertad me llevó a Madrid a estudiar Periodismo y a partir de allí empecé a volar. Un día de primavera, un sabio argentino me predijo en el Retiro que lo mío era comunicar, que viajaría mucho por el mundo, que era una mujer de mar y que al final volvería a mi elemento. Y así se hizo. Pertenezco a la generación ERASMUS. Estudié italiano cuando todos querían saber inglés y me fui a vivir a Roma, cuando todos buscaban un lugar en el Reino Unido. Pertenezco también a la generación precaria. Durante unos cuantos veranos, y algún invierno más, me explotaron como becaria en numerosos medios de comunicación, pero como yo no era consciente de que me explotaban, pues me lo pasaba bien delante del micrófono y escribiendo. Hacía crónicas muy locales en la CADENA SER de Elche, trabajé en Diario INFORMACIÓN y toqué fondo en un diario gratuito de cuyo nombre no quiero acordarme. De allí salí escopetada hacia Francia, para trabajar en Comunicación y Relaciones Internacionales, y después de tres años de puturrú de fuá, me planté en Bruselas. Allí estuve trabajando cinco años en la Comisión Europea, un lugar en el que te pagan mucho por no hacer nada. Pero como allí dentro los días dan mucho para pensar y aquella jaula de oro tampoco me convencía, concluí que si verdaderamente quería hacer algo para ayudar a la humanidad, había que empezar por la Educación. Y como los astros y aquel sabio argentino no se equivocaban, la vida me devolvió al Mediterráneo, donde vivo ahora, un pueblo del sur de Francia, en el que aprovecho mis clases como profesora de español para despertar el sentido crítico en unos adolescentes que andan cada vez más perdidos. Así que soy de todas partes y de ninguna. Un ser sin una identidad declarada, pero con una vocación de madre innata que sueña con dejarle a sus hijas un mundo mejor. Porque no, a España no quiero volver.

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