Homer Simpson dijo una vez que Dios era su personaje de ficción favorito. Sin embargo a nuestro protagonista, que había crecido con el Dios que salía en la enciclopedia Álvarez, no le caía nada bien aquel tío barbudo que era como el abuelo de Heidi pero con mala leche. Era demasiado áspero y severo para su gusto, siempre mosqueado, siempre amenazando con su voz tronante desde las alturas, supervisándolo todo con su ojo dentro del triángulo. No quería ni oír hablar de alguien que había echado a Adán y Eva del paraíso por una manzana de nada y se había sacado de la manga una serie de mandamientos que van en contra de la naturaleza misma del ser que, si creemos a La Biblia, había creado. Ya puesto, debería haber creado otro tipo de hombre más perfecto, con mejores hechuras, mejor rematado, más de marca y no éste tan defectuoso y silvestre, tan débil y tarambana, tan de todo a cien. Obligar a un hombre así, tan trasto y zascandil, a cumplir una ristra de leyes y luego amenazarlo si no las cumplía con un eterno infierno de calderas humeantes a cargo de un tal Pedro Botero, era sin duda una mala pasada, una acción indigna de un buen padre que ama a sus hijos y quiere lo mejor para ellos y más todavía si son seres indefensos y desvalidos como nosotros.

Los personajes de ficción favoritos de nuestro hombre eran los Reyes Magos. Le parecían perfectos porque sólo aparecían una vez al año para dejar sus regalos y se largaban por donde habían venido sin meterse en su vida privada. A pesar de que ya tenía cuarenta y muchos años, cada noche de Reyes esperaba su regalo con la misma ilusión que cuando era un niño. Este año, su hija, una adolescente con las hormonas desbocadas, le regaló un disco con la banda sonora de la película “Saturday Night Fever”, desobedeciendo a su madre que le había advertido muy seriamente que no le comprara música ni juegos que pudieran excitarlo porque estaba muy delicado del corazón a causa de un severo sobrepeso fruto de un largo, apasionado y desmesurado amor por el pan candeal y más todavía por el cerdo y sus derivados. El cerdo al que llamaba sin cortarse un pelo “El verdadero Mesías”.

Después de una noche intranquila, el hombre se levantó de la cama con mucho cuidado para no despertar a su mujer y fue de puntillas hasta el comedor que todavía estaba envuelto en la mortecina luz de la madrugada y sacó su regalo de dentro del calcetín que colgaba de la chimenea. Un hormigueo de placer le recorrió la espina dorsal desde la rabadilla a la nuca a ver en la carátula a los Bee Gees y a Travolta sobre la pista de baile de luminosas baldosas azules, rojas y amarillas bajo la reluciente esfera de espejitos que lanzaba móviles destellos en todas direcciones. Llegó a sentir un ligero mareo pero se repuso, mordió como una bestia hambrienta el papel de celofán, lo escupió, sacó el disco de su estuche y fue a ponerlo inmediatamente en el equipo de música pero cambió de idea al darse cuenta que su mujer no iba a dejárselo oír con el volumen a tope como a él le gustaba, de modo que cogió el coche y se fue al campo. Llegó a un cruce de caminos a varios kilómetros del pueblo y paró el coche. Metió el disco en la ranura y subió el volumen todo lo que daba la rueda del mando. Al oír los primeros compases de “Stayin´Alive” y justo cuando los Bee Gees empezaron a balar como cabritas enamoradas, sintió una emoción tan fuerte, tan indescriptible y maravillosa que el corazón no lo soportó y le reventó como un globo. Unos segundos antes de caer fulminado por el infarto, un viejo recuerdo iluminó su memoria como un relámpago. Se sintió transportado a su época dorada cuando tenía veinte años, cuatro arrobas menos, un hermoso tupé, no lo cuatro pelos del toldo de ahora, un traje blanco con el cuello de la camisa negra por fuera, una novia que estaba de toma pan y moja y era el rey de la pista de baile, el John Travolta indiscutible del pueblo. El jodido amo.

Sabía que se moría y no sólo lo aceptó con resignación sino que sintió que era una buena forma de acabar. Quizás era la mejor manera posible de despedirse del mundo, pensó. Cerró los ojos y sintió entre sus manos, unas manos fuertes, ligeras y suaves y no las de ahora, de dedos gordos como morcillas y torpes que empezaban a tener principios de reúma, la cintura de su entonces novia, ahora su mujer, su antigua cintura de guitarra que ahora yacía sepultada para siempre entre un pesado oleaje de lorzas. Sintió sus piernas, unas piernas ágiles, fuertes y flexibles como si fueran de goma y no las patas de elefante que tanto le costaba mover ahora, moviéndose al compás de la música por el suelo de coloreadas baldosas luminosas bajo la esfera de espejitos cuyos reflejos recorrían vertiginosamente todos los rincones de la discoteca. La abrazó y besó y mientras lo hacía vio su propia cara reflejada un instante en sus ojos, una cara de galán latino, una cara que nada tenía que envidiar a la de Tony Manero, y no la de ahora que parecía uno de esos panes que reparten en las comidas benéficas de Aldeas Infantiles.

Estaban solos en medio de la pista, felices, sonrientes y sudorosos rodeados de todos sus amigos, tan jóvenes, delgados, felices, sonrientes y sudorosos como ellos. Acababan de ganar el primer premio a la mejor pareja de baile y ahora se disponían a marcarse un baile de exhibición. Empezaron a sonar los primeros compases de “Night Fever”, su canción favorita, con la que, a fuerza de bailarla cientos de veces, habían logrado una sincronización tan perfecta que la música y ellos formaban un todo, un conjunto indivisible y perfecto, una maravillosa coreografía difícil de explicar porque todos los adjetivos se quedaban cortos. Cuando los Bee Gees empezaron a balar a coro como ovejitas luceras, tomó del brazo a su novia, se colocaron en el centro de la pista y comenzaron a bailar. Una danza perfectamente ejecutada, llena de arte y gracia, una fascinante danza eterna sin principio sin fin. En esos momentos sintió que acababa de entrar en el paraíso porque los recuerdos son el único paraíso del que nadie puede expulsarnos.

Y mientras apuraba el último sorbo de aire de su vida, el último resuello, la última sensación antes de convertirse, de forma irreversible, en fiambre y más tarde polvo y ceniza, cayó en la cuenta que en él empezaba y acababa todo; que a partir de ahora comenzaba a vivir exclusivamente en la memoria de los que le conocían. Por más que aguzaba sus sentidos no veía por ningún lado a aquél Dios severo y ceñudo que salía en la enciclopedia Álvarez. Entonces supo que ya no vendría y sintió que todo él no había sido otra cosa que un recipiente de carne mortal donde habían hervido hasta el último instante un complejísimo potaje de reacciones químicas llamadas deseos, sueños, esperanzas…Sólo eso.

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