Ilustración de Kike Lucas.

Que la UE está hecha unos zorros no es ningún secreto. Ni siquiera sirve como consuelo conocer que las crisis recurrentes han resultado ser un estímulo para el proceso mismo de integración. A diferencia de otras ocasiones concurren dos elementos generales que proponen, por vez primera en su historia, escenarios donde la desintegración de la UE ha dejado de ser una entelequia y tiene visos de convertirse en factible.

La crisis económica ha sido, sin duda, el detonante de una situación que ha producido una cascada de resultados imprevistos y como resultante de todos ellos una UE a la que no le alcanza el resuello para seguir adelante.

De hecho todo está en situación de “inercia política e institucional” hasta ver que ocurre en el ciclo electoral político más importante para la historia de la UE. El 15 de marzo elecciones legislativas en Holanda, donde es muy probable que el Partido de la Libertad (extrema derecha, xenófobo y antieuropeo) gane las elecciones. Dado el sistema de representación en los Países Bajos y el –hasta ahora- abrumador apoyo de la población holandesa a la presencia de su país en la UE, la situación no tendrá demasiadas repercusiones concretas para lo que nos ocupa, pero sí simbólicas. Después de eso, entre el 23 de abril y el 18 de junio se celebrará las presidenciales y legislativas en Francia. Donde el panorama electoral está en una situación de extrema volatilidad y donde, por tanto, hacer predicciones ahora mismo parece tan arriesgado como inútil.

Después, elecciones legislativas en Alemania en septiembre donde, a fecha de hoy, parece poco probable que el partido neonazi Alternativa para Alemania consiga dar la sorpresa.

Los resultados de las elecciones proponen dos escenarios principales: en el caso de que las denominadas “fuerzas europeístas” consigan salvar los muebles principalmente en Alemania y Francia la UE vivirá, probablemente, el cambio de mayor calado de su historia. Se abrirá la vía para una Europa de varias velocidades construida alrededor de un núcleo duro de países y con el euro como símbolo de identidad y pertenencia a un selecto club de países. En ese núcleo duro se darán pasos importantes hacia una articulación política más intensa y mayores cotas de legitimidad democrática de las decisiones. El resto de países que no reúna las condiciones o, simplemente, que no quiera dar ese paso en la dirección de mayor integración, podrán elegir entre varias formas de cooperación horizontal, sobre la base de proyectos y programas concertados ad hoc y de colaboración, también, con el núcleo duro de países. Pero el proyecto de integración, tal y como hoy lo conocemos, tiene los días contados.

En el caso de que los resultados no sean los esperados en alguno de los dos países principales la situación puede virar rápidamente hacia un proceso de disgregación y reagrupamiento inesperado de consecuencias imprevisibles.

Por si los problemas que la actual UE afronta no fueran pocos, llegó Trump a la presidencia de los Estados Unidos para agitar la situación esperando recoger buenos frutos para sus peligrosos intereses. El apoyo incondicional al Brexit de Trump, o sus comentarios enmendando la plana a la canciller Merkel por su política migratoria; la conocida cercanía de algunos de sus colaboradores con el Front National en Francia; la amenaza abierta de la nueva embajadora de Estados Unidos en la ONU de “tomarle la matrícula” a los aliados que no estén a piñón fijo con la nueva presidencia, dicen tanto de una voluntad explícita de modificar las reglas del juego en la escena global, como de la sintonía ideológica y cultural con la extrema derecha emergente o consolidada en la UE, aquella cuya identidad está relacionada con la xenofobia, racismo, antifeminismo y subordinación a los grandes poderes económicos. Hablando en Román paladino, el nuevo Estados Unidos trumpista quiere y va a ser un actor político en el devenir de la Unión Europea y su intervención se hará en abierta hostilidad con lo que “simbólicamente” representaría el proyecto europeo.

Y en este, atención que os estoy vigilando, qué decir de las que, se presumen, especiales y cordiales relaciones entre Trump y Rusia y una nueva dinámica en las relaciones internacionales que pilla a la UE con el paso totalmente cambiado.

En estos días, y después de unas primeras palabras muy comedidas y diplomáticas, las instituciones de la UE se han lanzado a sacar pecho frente al, otrora, aliado privilegiado. El Presidente del Consejo Donald Tusk ha señalado a Trump como un enemigo potencial y un “demagogo” advirtiendo de que los nuevos Estados Unidos suponen una verdadera amenaza para la UE. El Parlamento Europeo en su minisesión en Bruselas del pasado día 1 de febrero negará el placet al nuevo embajador propuesto por Estados Unidos ante la UE. Otros destacados dirigentes han salido en tromba a defender “la dignidad europea” frente a las amenazas y hostilidad de Trump.

Esta es una situación en la que separar lo esencial de lo accesorio no es evidente y en la que nos puede pasar lo que decía Erich Fried de la relación entre las contradicciones principales y secundarias: que obsesionados con protegernos de las primeras nos vemos, inexplicablemente, tumbados en la lona por un golpe imprevisto de las segundas.

Minimizar a Trump es tan irresponsable como falso. Trump es la expresión de los poderes salvajes que el neoliberalismo ha liberado y que buscan con avidez colonizar el estado y los poderes públicos a favor de sus intereses. El gobierno de hombres, millonarios y militares de Trump es una declaración de intenciones políticas. Y el círculo más próximo está formando por colaboradores cuya seña de identidad es: el racismo explícito, el antifeminismo militante, el negacionismo climático pero fundado en intereses económicos, el negacionismo evolutivo y el odio de clases. La visión política de estos poderes salvajes observa la democracia de manera funcional: sirve siempre y cuando no obstaculice la realización de los intereses perseguidos por estos sectores. Y, a no dudarlo, veremos y conoceremos cambios políticos en Estados Unidos, en una dirección claramente autoritaria, amparados en lo que se denomina una lectura directa del texto constitucional original. Por otra parte, la victoria de Trump ha roto el que probablemente sería el último dique de contención política que quedaba en nuestras sociedades después de las dos guerras mundiales. A partir de ahora no solo todo es posible, sino que no hay límites y pueden volver a argumentarse en el espacio público cosas que pensábamos quedarían enterradas para siempre en el ataúd de las cosas ominosas del siglo XX.

Por otra parte, la UE actual se ha convertido en un cortijo institucional que sirve a las grandes empresas europeas para seguir conspirando, con éxito, contra lo poco que queda de los estados del bienestar. De hecho, en la evolución de las opiniones públicas en Europa respecto a la UE se constata la consolidación de un rechazo creciente al proceso de integración y de una caída significativa del apoyo a la UE.

No está muy claro que la izquierda alternativa tenga fuerzas y capacidad para librar una batalla en varios frentes: contra el Trumpismo y los poderes salvajes y contra una UE hostil a los intereses de las mayorías. Probablemente, la única manera de hacerlo hoy sea intentar construir un proyecto europeo en condiciones de ser no solo un dique de contención frente a los poderes salvajes si no una propuesta de cooperación que pueda convertir la UE en un proyecto para las mayorías.

Algunas izquierdas se han apuntado demasiado rápido al nicho ecológico que hoy pastorea con éxito la extrema derecha: la del repliegue nacional y la reivindicación de una identidad específica (nacional). La presunción según la cual, un gobierno de –supuestamente- izquierdas volvería a retomar las riendas de los asuntos económicos desconectándose de la globalización neoliberal, supone que es posible, chasqueando los dedos, retrotraerse a mediados del siglo XIX. Un mensaje ucrónico y engañoso que, en estos momentos, arrima las sardinas al ascua de los partidos antagonistas, pro Trump, por simplificar.

La tarea, en mi opinión, requiere de un esfuerzo político y pedagógico sin precedentes: confrontarse a los poderes salvajes y los partidos que los representan sin reírle las gracias a una Unión Europea que se ha mostrado muy inclinada a satisfacer las necesidades de los poderosos. Construir un proceso de acumulación de fuerzas para cambiar este tinglado no será fácil, pero es el camino con más probabilidades de construir una mayoría de cambio. La renacionalización suma voces al coro que hoy dirigen, con éxito, Trump, Marine Le Pen o Geert Wilders.

La ventaja mayor de esta situación es que ya no hay lugar en el que esconderse: las luces del teatro iluminan todos y cada uno de sus rincones. Todos y todas estamos concernidos y el campo de juego y los equipos bien delimitados. En esta partida se juega la posibilidad de convertirse en una opción de cambio, caer en la irrelevancia más completa o ser los mamporreros de otros proyectos. Cerrando los ojos no iremos muy lejos.

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Nacido en el 61, de esa generación que se emocionó con los efectos especiales de la nave estelar Enterprise y se enganchó durante un tiempo a Mazinger Z; militante de IU desde ni me acuerdo, también en la actualidad. Miembro de la dirección ejecutiva de Izquierda Abierta; profesor de Ciencia Política durante 13 años en la Universidad Carlos III de Madrid y en la actualidad Policy Advisor en la delegación de Izquierda Unida del Parlamento Europeo. Durante ocho años asesoré a instituciones públicas sobre participación y democracia. Dirijo el equipo de trabajo sobre gobernanza económica de la UE en la red Transform y me dedico a investigar sobre los temas europeos.

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