Estaba de vacaciones en Gandía con mis amigos del instituto y a punto de conseguir mi primer trabajo serio, cuando Roger Federer consiguió su primer torneo de Wimbledon.

Son casi 15 años donde la vida ha cambiado mucho en todos sus aspectos. Bueno o al menos en casi todos, porque hoy, recién iniciada la primavera del año 2017, tenemos que hablar de lo mismo que entonces: la victoria del suizo en un Grand Slam, el Open de Australia (y ya son 18 los que el tenista tiene en sus haberes) y en el Masters 1000 de Indian Wells, logrando así la escalofriante cifra de 90 títulos oficiales en la ATP.

Roger Federer ha visto como tenistas de la talla de Nadal, Djokovic o Murray le disputaban el trono de número uno mundial y a fe que le han puesto las cosas realmente complicadas. Sin embargo, a día de hoy, el de Basilea los sobrevive a todos elevando el listón un poquito más arriba.

Va en gustos el debate sobre si es el mejor tenista de todos los tiempos, pero lo que parece fuera de toda duda es que su clase, su elegancia y su comportamiento dentro y fuera de la pista, nos hace sentirnos privilegiados a los que hemos crecido mientras “el Reloj Suizo” se iba convirtiendo en historia viva del tenis. Sin ruido, sin aspavientos, sin un gesto que turbe un semblante dulce que en nada hace presagiar la tormenta de derechazos a las esquinas y restos ganadores que desencadena en la pista.

Él, con humildad pero satisfecho del momento que vive, no renuncia a nada. En el horizonte los 94 títulos oficiales ATP de Ivan Lendl y los 109 de Jimmy Connors. La leyenda todavía no está escrita.

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