He sido ateo durante 37 años. Mis padres, ateos ultraortodoxos, me criaron en un ambiente represivo en el que no se me permitía la adoración de ningún ídolo mientras, por otro lado, se me incitaba a caer en los engaños de la ciencia y la deducción lógica. No tengo hecha la primera comunión. Evidentemente me pillé el enfado de los regalos… luego problemas con los abuelos porque igual resulta que si no hacía ese ritual mi alma podría perder de algún modo cierta calidad… La cuestión es que me convertí en un analfabeto espiritual. Mi total desconocimiento de los iconos religiosos mayoritarios entre la población española me llevó a cometer sacrilegios a muy temprana edad. Admito haber jugado con un pequeño crucifijo como si fuera un señor en un ala delta; otro más grande lo usé de espada con otro amigo que estaba en mi misma situación de ignorancia (oh, que Dios se apiade de su alma). En fin, cosas de críos.

He de decir que lo siento mucho, pero he de puntualizar que yo de aquella sólo veía un señor en un palo. A día de hoy no lo haría, por respeto a la comunidad cristiana y porque a mi edad tampoco es que me apetezca jugar a las espadas o al “señor en ala delta”. En el colegio en el que me metieron mis padres, una institución atea radical ubicada en Ferrol, los niños no teníamos la opción de estudiar Religión. Sólo había Ética, una asignatura vacua en la que básicamente se hacían debates sobre temas trascendentales para fomentar en el alumnado una especie de necesidad de crear sus propias opiniones respetando las del resto. Un coñazo. Gracias a Dios, en el instituto la cosa cambió. Nos habíamos mudado a La Coruña y en el nuevo centro, aunque yo seguía yendo a Ética, existían clases de Religión y algunos de los nuevos amigos que hice iban a ellas. Entonces me contaron la movida. He de decir que mi primera impresión fue: “WOW!”. Imaginaos cuan sectario es el ateísmo ultraortodoxo que la cosas que me contaron me parecieron una puta locura. En esa época entré por primera vez en una iglesia. La curiosidad me mataba por dentro. El recuerdo que guardo no se corresponde con mi idea actual de una iglesia. En aquella época yo sólo veía un edificio oscuro, silencio… gente murmurando consignas compulsivamente… en fin, que me acojoné. Y esa mezcla de desconocimiento y miedo me ha tenido 37 años al servicio de una ideología extremista: el ateísmo.

Inesperadamente, el año pasado todo cambió gracias a la profesionalización de mi relación con una planta llamada marihuana que cultivo y produzco para mi propio consumo en una cantidad inferior al límite legal impuesto por las leyes de este país. La gente cree que estoy de coña cuando digo que gracias a la marihuana creo en Dios. Pues no lo estoy. Si esto os suena a chiste, fue el azar de las cosas el que lo escribió, no yo. Cosas de la vida, tengo TOC, un trastorno de ansiedad que algún obseso de la categorización ha tenido a bien excluir del resto (y nosotros le entendemos…). Mi cabeciña es una puta locura; esa es mi descripción técnica de la enfermedad.

Pues resulta que el THC calma, en mi caso, de alguna forma esa ansiedad. Llegado a este punto quiero, en aras de no causar problemas a este periódico, aclarar que hablo de una experiencia personal concreta y que en ningún caso se trata de un consejo hacia los afectados por dicho trastorno. Es más, como todos sabemos, está contraindicado el uso de drogas sin prescripción médica ni control estatal para cualquier problema de salud en general. Pues resulta que…. a ver, quizás no diría en el contexto legal actual “gracias a”, pero me atrevo a decir que hubo “cierta conexión” entre el consumo de dicha sustancia (de una forma moderada y responsable, señoría) y una sensación acojonante de paz mental que no había conocido en mi puta vida.

A mayores, gané tiempo para pensar, porque resulta que un nocivo efecto secundario del tratamiento natural al que por mi cuenta y riesgo decidí someterme, es una afición enfermiza por posponer obligaciones y responsabilidades, y como prueba de ello está el tiempo que ha pasado entre este el artículo y el anterior. La coincidencia temporal de ambos factores hizo surgir en mí la necesidad, inaudita en mi persona, de buscar un sentido a la existencia en sí. Creo que algunos de vosotros sabéis de lo que hablo, pero mantendré vuestro anonimato… y de hecho me arrepiento de haber dicho “creer”, cuando en realidad me refería a “tener leves sospechas de algún tipo de indicio”. Y entonces un día, gracias al buen hacer de un genetista holandés anónimo, tuve una revelación. Pum!!!

La solución más lógica. Algo o alguien ha creado esto. Y ya. Ese fue el paso. De repente ya no era ateo. Pero… nada más. No entiendo el siguiente paso que, se supone (por tradición) tengo que dar. Me refiero a que no veo ninguna conexión entre esta revelación que me ha permitido cerrar mi vacío espiritual y decirle a un desconocido cómo debe vestir, el sexo de la persona con la que ha de besarse, cómo se debe sentir hacia tal tipo de comportamiento… Os juro que jamás he entendido tampoco la conexión entre Dios y cómo una mujer deba llevar el pelo o si puede comer cerdo o no, sea de día, de noche… Estoy completamente perdido. ¿Me preocupa? Por supuesto. Si no fuera por el radicalismo de mis padres yo no tendría esta tara intelectual y podría socializarme sin problemas.

Otro problema surgió en el camino: la Biblia, un libro que relata violaciones, lapidaciones… y aún así puedes leer a un niño sin que asuntos sociales diga “ni mu”, tiene un ritmo narrativo complicado y me frustra cuando un apóstol no ha leído lo que escribió el anterior y de repente me tengo que tragar la misma historia. Desearía tener la ilusión de un niño para pasar por alto estos leves percances, pero mis padres me han privado de la libertad de adoctrinamiento, y la obra se me hace cuesta arriba. Aún así, soy optimista. El otro día, viendo el fútbol, un par de hinchas del equipo contrario coincidía con uno de estos perfiles satánicos que tan rápido detectáis los más veteranos. Dos chicos de la mano. Me dije: “Esta es la mía!”. A lo “Stanislavski”, me serví del odio futbolístico para dar veracidad a mi personaje y exclamé: “Vais a ir al Infierno, maricones!!!”. Acto seguido, cruzaron la calle y me pusieron fino a hostias. Esa fue “mi primera comunión”. Dolor aparte, me quedo con que lo han visto creíble. Puede que con el tiempo ya no tenga que fingir. Lo estoy deseando: que ese segundo paso me salga solo. Al fin y al cabo, acabo de llegar y lo mejor aún está por venir, no?

“Si Dios es nuestro padre, y somos todos hermanos… pues neno, deja de juzgar a tus hermanos y pon un poquiño más de interés en ayudarles” (Marcialiño 27.32, radio edit)

 

 

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