Hay mucha historia en el Partido de la Revolución Democrática. Hasta el 2015 fue la principal fuerza política de la izquierda mexicana, dejó de ser instrumento de las clases populares; el partido de las causas cedió a los intereses sectarios, la aparente crítica al caudillismo de López Obrador en realidad envolvía el repudio a ser una oposición verdadera. Ese duelo entre aparentes dialogantes e intransigentes en realidad era una confrontación entre mercenarios y consecuentes.

Quienes quedaron a la cabeza del sol azteca hicieron del partido un botín, hicieron del programa político una venta de candidaturas para la vulgar compra de voto. Los Abarca y Ángel Aguirre Rivero, políticos guerrerenses, quienes participaron en el más atroz crimen que vive en nuestra memoria, Ayotzinapa, simbolizan esta lógica pragmática.

Ese PRD debe morir, un partido que en la vía de los hechos no existe más, porque es suplantado por los gobiernos propios o del PRI o del PAN. Un partido gobiernista que vive de la renta de sus siglas, su caída llegó al extremo de perder la Ciudad de México, su principal bastión ahora es su principal debilidad.

Debe morir para que con él muera esa grotesca forma de hacer política, que hasta alas le salen al PRI a lado de su perversidad. Lo único bueno que le queda es su militancia desplazada por los nuevos perredistas, funcionarios de gobierno que al ponerse una corbata amarilla sienten asumir la militancia, sin la menor identidad critica o conciencia histórica, se adueñaron del partido. Esa es su verdadera tumba, sucumbir a la tentación de controlarlo todo a base de nóminas y dádivas, la suplantación de la base por una turba de empleados dispuestos a matar con tal de mantener cargos.

El PRD debe morir por salud democrática, por la unidad de las izquierdas, es mentira que al interior del partido existiera un debate contra el caudillismo, en realidad, fue pandillerismo lo que se sobrepuso. Su decadencia llevó a los supuestos vencedores a entregarle décadas de lucha al Jefe de Gobierno, quien aceptó conducirlo con todo y su desprecio, siendo un actor insípido, que ni siquiera se asume como perredista.

La ciudad que llegó a ser su principal bastión se convierte en el último clavo en el ataúd, hoy es un lastre con un Mancera obligado a proteger el bandidaje, un ejemplo son los Toledo en Coyoacán, burda expresión de ese sistema de complicidades.

Puede existir nostalgia entre los que hicimos verdadera militancia en el PRD. Pertenezco a una generación que nació dentro del partido, cuando los dirigentes todos venían de alguna de las fuerzas de izquierda que lo antecedieron. Democracia ya Patria para Todos es la expresión que incluyó la esencia de ese amplio espectro, hoy estoy convencido del valor de esa lucha y sé que no es la trinchera.

En ese partido quedó mi juventud, muchas elecciones marcaron mi vida; sin embargo, el país demanda una alternativa. México vive peor que como estaba cuando se fundó el PRD, la nación de mis padres gozaba de ciertas garantías que hoy están pérdidas, la economía de mercado domina nuestras vidas y la militarización nos tiene al borde del totalitarismo.

El PRD debe morir por firmar ese pacto por México, por el que acompañó las reformas privatizadoras a cambio de reelección legislativa y de la cláusula no escrita de destruir a Andrés Manuel López Obrador. Por eso diría a mis amigos, amigas, compañeros de lucha que aún se mantienen en el PRD, que ellos son lo único valioso que le queda, que seguramente los une sentimentalismo, nostalgia o una lealtad. Sólo que tengan claro que ser leal a la corrupción es más bien una traición a nuestros principios de izquierda y esencialmente una traición al pueblo de México.

Sabemos que nuestro pueblo no quiere más de lo mismo, por fortuna hay esperanza, esté país debe cambiar, rompamos cualquier atadura que se oponga, hay una posibilidad de lograrlo democráticamente, morena es esa esperanza, vengan de una vez, atiendan ese llamado honesto de López Obrador. Ni leales, ni traidores sólo consecuentes.

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