En el debate político actual se observan continuas alusiones al ‘interés general de España’ absolutamente gratuitas, cuando no falaces, y casi siempre con visos de apropiación exclusivista por parte de quienes las hacen y acusatorios o de estigmatización pública contra los demás. Es decir, yo y mi partido nos erigimos en defensores de ese interés general, de forma que los contrarios ya no puedan hacerlo, debiendo limitarse entonces a abanderar otros temas de menos altura moral o patriótica.

Ahora, en el impasse de la investidura presidencial, estamos viendo cómo Rajoy justifica su aferramiento al poder precisamente por considerarse el principal defensor del “interés general de España”, si no el único, pidiendo para ello el apoyo más o menos incondicional del PSOE y de Ciudadanos, jaleado de forma entusiasta por los medios informativos que le son afines. Así, las demás fuerzas políticas tendrían que ser gregarias de su hallazgo dialéctico, porque ellas -piensan los populares- no están a la altura de esa meritoria labor, o porque, aun estándolo, deberían subordinarse a lo votado por el 28,7% del electorado (el PP) frente al 71,3% restante.

Y no digamos nada de las formaciones de izquierda más cercanas a la base social, como Podemos o Unidad Popular; a las que, de entrada, la derecha niega cualquier capacidad para conocer cuáles son los intereses nacionales, quizás porque las considera un grupo de zotes y pobres ignorantes o gente extranjera. Es decir, que a estas alturas de la historia Rajoy se erige nada menos que en el genuino defensor caudillista de las esencias nacionales (idea en la que parecen seguirle algunos líderes socialistas trasnochados): “Yo o el caos”, que es el mantra de los déspotas apegados al poder.

Además, esa argumentación engañosa llega al extremo de señalar como ‘extrema izquierda’ a todo lo que se mueva más allá de la socialdemocracia, es decir a la izquierda del PSOE, que en realidad es un partido de centro europeo, y sin duda también con ánimo descalificador. Enmarcando de paso a este tipo de formaciones dentro de una especie de anti-España empeñada en romper su unidad político-territorial, aunque fueran los ‘españolistas’ quienes comenzaron a resquebrajarla con el Estado de las Autonomías.

Pero el caso es que, mientras la izquierda y la derecha son perfectamente identificables, además de respetables, la extrema izquierda parece no serlo tanto. Y así, cuando se acusa a alguien de este tipo de extremismo, caben muchas dudas sobre si se hace o no de forma razonada y razonable.

Porque, ¿cuál es o dónde se afinca la extrema izquierda española…? ¿En UP, en Podemos, en los partidos soberanistas catalanes, vascos o navarros…? ¿Alguien puede señalar con rigor intelectual en qué partido anida hoy por hoy esa deriva ‘extrema’ de la izquierda al parecer tan terrible…? ¿Es que aquí tenemos -o podemos tener- algún partido verdaderamente comunista y revolucionario, de corte soviético, castrista o chavista…?

Claro está que lo más grave es no saber dónde anida la ‘extrema derecha’ del país, mucho más peligrosa, ni que nadie la denuncie con la misma aplicación. ¿O es que acaso no existe…?

Otro invento político no menos oportunista es el de distinguir entre los partidos ‘constitucionalistas’ y los que al parecer no lo son, puesto de moda también por el PP en la pasada legislatura. El caso tiene su miga y hasta presenta tintes -ahí es nada- de prevaricación institucional.

Porque aquellos partidos que se definen como ‘constitucionalistas’ están afirmando de forma implícita la existencia en paralelo de otros que no lo son. Y dando a entender que la Administración Central del Estado ampara a formaciones políticas inconstitucionales o que han falseado los estatutos que dieron lugar a su registro oficial.

Entonces, ¿es posible que en un sistema constitucional como el nuestro haya partidos ‘no constitucionales’…? Parece que no; pero si no los hay, dado que el Estado es en sí mismo constitucional, ¿por qué algunos partidos o bloques políticos se arrogan frente a otros su condición ‘constitucional’…? Cosa distinta es que algunas formaciones políticas y multitud de españoles aspiren con toda legitimidad a modificar el texto constitucional en el sentido que estimen más conveniente.

¿A santo de qué viene, pues, distinguir la existencia de un ‘bloque’ de partidos constitucionalistas y de otro con falsos tintes de no serlo…? ¿Dónde están las denuncias formales de que tales partidos ‘inconstitucionales’ conculcan en sus estatutos y quehacer cotidiano los principios democráticos establecidos en la Carta Magna…? ¿Y para cuándo esperan los poderes del Estado investigar, y en su caso sancionar, la eventual prevaricación de los funcionarios que habrían amparado tal situación…?

Si alguien puede reputar seriamente a algún partido político, soberanista o no, de actividades ‘inconstitucionales’ o de actuar al margen del Estado de Derecho (que es lo mismo), el Gobierno y la Fiscalía bajo su dependencia deben instar de forma inmediata a revocar su autorización en el Registro del Ministerio del Interior y clausurarlo como tal. Lo intolerable y políticamente indigno es hacer o permitir ese tipo de descalificaciones insidiosas.

En nuestro marco de convivencia democrática, a menudo reverdecen tics y propuestas de revisionismo con añoranzas reflejas de tiempos dictatoriales. Y lo curioso es que sus protagonistas son los que menos suelen respetar la Carta Magna como norma del mayor valor jurídico, y también los que hoy por hoy más se ufanan de pertenecer al llamado ‘bloque constitucionalista’, situando a los demás enfrente.

Predicar el constitucionalismo de ocasión es una cosa, pero dar ejemplo sobre lo predicado es harina de otro costal. Y la cuestión esencial es saber qué costal acarrea cada uno y con qué bagaje de credibilidad para repartir títulos de patriotismo o querer representar el ‘interés general de España’.

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