El estilita

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Es sencillo juzgar a los demás sobre una piedra. Sólo hace falta un poco de equilibrio, para no caer de bruces…

Llevo casi cuarenta años, como Simeón El Estilita, viendo a los hombres y mujeres que pasan junto a mi piedra. Es una piedra enorme. Les intimida, o cuando menos les fastidia.

A veces se detienen para pedirme consejo y saboreo entonces toda la médula de su envidia. En efecto: desde esta altura se atisba mejor la miseria humana. Y es que basta con no sentarse entre los hombres para aprender a despreciarlos. Pero no se me apoquen: no soy una persona despiadada, sólo trato de impartir justicia. Importa poco, por tanto, que mis consejos les sean o no de ayuda, porque estos hombres y mujeres estaban ya condenados ­–mucho antes– de formular su primer ruego.

Distancia y categoría, me repito a veces, distancia y categoría. Y así sigo mi jornada, en mi piedra, hasta que anochece.

La vuelta a casa no es tan agradable. De pronto su envidia se torna iracunda. Es entonces cuando algunos me llaman el “loco de la piedra”, o el “Tonto Simeón”, o simplemente se echan a un lado con cara de asco cuando los encuentro a mi paso. ¡Qué fácil les resulta juzgar el alma de un hombre que no comparte sus mismos hábitos! Un hombre corriente, tan humilde y pecador como todos sus hermanos. ¡Qué sencillo dictar murmurando, lapidar cuando se oculta la mano y condenar lo que no se comprende porque no se alcanza!

No es lo mismo ponderar desde la altura sagrada de una piedra que juzgar desde las cloacas.

Distancia y categoría.

Mi nombre es Simeón El Estilita, inventor de cilicio. Jamás volveré a usarlo contra mis carnes arrasadas por el sol porque ahora mi alma es justa.

Éste es mi legado a los hombres.

 

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