“Aflojó el dedo en el gatillo, entrecerró los ojos y prestó atención, intentando entender lo que le decía. Pero lo que oyó a duras penas, o lo que creyó oír, fue únicamente su nombre. Después solo se escuchó el silbido del viento al atravesar la cavidad. Aflojó el dedo en el gatillo, entrecerró los ojos y prestó atención, intentando entender lo que le decía. Pero lo que oyó a duras penas, o lo que creyó oír, fue únicamente su nombre. Después solo se escuchó el silbido del viento al atravesar la cavidad. Aflojó el dedo en el gatillo, entrecerró los ojos y prestó atención, intentando entender lo que le decía…”

Si las pasadas líneas le han llevado a atribuirme algún estado de enajenación mental transitoria, está de enhorabuena, su memoria goza de buena salud, lo que le sitúa en una posición única para disfrutar abiertamente del proceso musical. Como la danza o la literatura, la música se encuentra dentro de las conocidas artes temporales, es decir, aquellas que necesitan del paso del tiempo para desarrollarse y, por tanto, también de la memoria como función cerebral que permite al individuo almacenar y recuperar la información acontecida durante ese tiempo necesaria para entender el hecho musical en sí.

Podemos encontrar en nuestra literatura numerosos ejemplos que aluden a la repetición, figuras retóricas como la anáfora, que necesitan imperativamente de la memoria para cumplir su función, la de crear una sonoridad y un ritmo que enfatizan la idea que quiere remarcarse. Aquellos versos de Gustavo Adolfo Bécquer que concluían con el famoso “mientras haya en el mundo primavera, ¡habrá poesía!”, no serían igualmente entendidos sin la fuerza que imprime al poema el almacenamiento en nuestra memoria del “mientras” repetido varias veces al comienzo de las líneas anteriores. También infinitas anáforas musicales componen nuestra historia de la música clásica, algunas son el germen de las más grandes obras maestras de todos los tiempos, como el famoso “tatatataaaa” de la Quinta Sinfonía de Beethoven, motivo de cuatro notas “corta-corta-corta-larga”, popularizado como “La Llamada del Destino” y que, presentado ya en el primer compás y repetido una y otra vez a lo largo de toda la Sinfonía, probablemente suponga el conjunto de sonidos de todo el clasicismo que más veces han silbado los oyentes sin ser conscientes de ello.

Así juega el compositor con nuestra memoria, en el mejor de los sentidos, sabiendo que la repetición de un mismo motivo musical genera un reconocimiento en quien escucha que le mantiene alerta, expectante a lo que va a acontecer musicalmente hablando segundos después. Y así lo recibe el oyente, que espera en su butaca impaciente lo que el compositor, mediante el intérprete, va a contarle, colocando, desde que la pieza comienza a sonar, los diferentes hechos musicales en una línea de tiempo y creándose constantes huellas en su memoria sobre lo que escucha que le provocan diferentes sensaciones y emociones.

Pero ¿qué pasaría si no pudiéramos recordar lo que el principio de la obra musical nos contó, lo que aconteció inmediatamente después y así sucesivamente hasta la finalización de la pieza? En 1993 se estrenaba una exitosa película norteamericana dirigida por Harold Ramis y protagonizada por Bill Murray, quien encarnaba el papel de Phil Connors, un meteorólogo frustrado que acude con su emisora de televisión a una pequeña población de Pensilvania para filmar el comportamiento de una marmota que en la fiesta local determina cuánto tiempo queda hasta que termine la estación del invierno. Una vez transmitida la escena por televisión, el equipo de trabajo, que se disponía a volver, se ve obligado a permanecer en el pueblo debido a una tormenta de nieve. Al despertar a la mañana siguiente, el espectador ve con asombro cómo se repiten con exactitud todas y cada una de las situaciones vividas el día anterior, siendo también así en los días posteriores y estando todos de esta forma atrapados en una continua repetición del día de la marmota, sin ser conscientes de ello. De igual forma, si como oyentes no pudiéramos almacenar la información que la pieza musical nos ha ido contando desde que comenzó, viviríamos presos en un constante comenzar, no podríamos reconocer la repetición de los motivos musicales que el compositor nos propone y experimentaríamos continuamente la sensación de que lo que escuchamos es nuevo, quedando atrapados en una especie de “Día de la marmota musical”.

Algunas enfermedades que afectan a la memoria provocan en sus pacientes un comportamiento similar, impidiendo que puedan procesar un mensaje musical más allá de las emociones que pueda transmitirle la escucha en ese determinado momento. Y, al contrario, la música puede ayudar en cierta medida con el tratamiento de estas personas pues no olvidemos que, al estar ligada a numerosos hechos de nuestra biografía, posee la fuerza de transportarnos a tiempos pasados. Quizá les haya tocado vivir de cerca cómo alguna de estas dolorosas enfermedades que alteran la memoria afectaba a algún ser querido y seguramente habrán visto cómo su padre, madre, abuelo, reaccionaba al escuchar una melodía importante en su trayectoria vital, incluso cantándola, palabra por palabra, aferrándose con fuerza a ese recuerdo aun cuando apenas era capaz de reconocerlo a usted o a sí mismo. O quizá se haya encontrado cantando al unísono con algún hermano mucho tiempo después la melodía de aquellos dibujos animados que veían juntos cuando niños, añorando aquellos maravilloso años y evocando montones de recuerdos ligados a aquellas notas musicales.

Personas, situaciones, lugares… llegan a nuestra mente con fuerza asociados a determinadas piezas o estilos musicales, pues la música juega también un papel importante en la construcción de nuestra historia personal y de nuestra identidad. Así pues, les invito a disfrutar de la música, a dejarse envolver por ella, a poner sonidos a su cotidianidad, mientras su memoria trabaja y construye paralelamente en su biografía dos líneas, la de vida y la de la música asociada a ella.

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