A veces el valor de una película se puede paladear en un par de escenas. Un recuerdo de un personaje y, minutos después, una ensoñación. En el primer caso, dos personajes –en realidad, las dos figuras que sustentan todo el discurso de Suicide squad, el Joker (Jared Leto) y Harley Quinn (Margot Robbie)- se enzarzan en un violento juego de seducción, erotismo, psicosis y sumisión que termina con ambos zambulléndose en un tanque de ácido. Todo el resto de la película –los tiroteos, las persecuciones o las confesiones- acaba resultando como una suerte de añadido fílmico que orbita alrededor de ese único momento, ese parpadeo de belleza y violencia absoluta que problematiza notablemente al espectador. Todo, menos –queda dicho-, una ensoñación final.

Suicide squad es, pese a lo que podría parecer, una película extraordinariamente compleja. Es necesario tener cuidado con las imágenes para no forzar su lectura. Una interpretación apresurada con el manual de la teoría de género en la mano podría acabar reduciendo el film a una suerte de apología del maltrato, cuando en realidad, la película propone una notabilísima reflexión sobre los hilos que trenzan el uso de nuestro propio cuerpo: la tensión, el paladeo, la violencia y la curiosidad que entraña siempre el amor – “El mundo pertenece a los curiosos”, apuntaló Truffaut en Jules et Jim-, la danza de obsesiones que se escribe en la música, el alcohol y la celebración carnal que compartimos. Igual que Foucault hablaba de una escritura del poder sobre los cuerpos, hay algo extrañamente deslumbrante en esa Harley Quinn que decide prescindir de su uniforme de psiquiatra para convertirse en princesa de ametralladora, carne quemada, sonrisa despiadada y bate de béisbol. Arrojar por la ventana la imposibilidad de dominar una cierta psicopatía mediante la razón para calzarse los tacones y deslizarla en la pista de baile en una celebración de la belleza.

La clave para desentrañar el misterio de Quinn –y la tensión que ha provocado en los mentideros de la cinefilia- pasa tanto por una fe absoluta en el poder desmesurado de las imágenes (¿Cómo se atreve alguien a mostrar esa imagen de la feminidad, esa especie de intolerable sumisión que, mal entendida, puede llevar a inocentes niñas de todo el mundo a seguir su descabellado ejemplo?) como por el escozor que sigue provocando, incluso a la contra, mostrar que una mujer puede decidir tirar por la borda su complicidad con el sistema, su puesto de trabajo duramente logrado, su impecable traje de negocios y convertirse, por voluntad propia, en una máquina de matar elegante y sexualizada. La ficción, cuando es valiente, tiene la capacidad para moverse en aquellos territorios contradictorios, dolorosos, sin cauterizar, de nuestra experiencia cotidiana. Muy al contrario, lo que Harley Quinn pone encima de la mesa es el inmenso laberinto hegeliano entre los cuerpos que se aman, la complejidad del deseo y sus consecuencias.

Y sin embargo, la ensoñación. Casi al final de la película, la malvada de turno ofrece a cada personaje la posibilidad de cumplir su deseo más íntimo: recuperar a sus familiares perdidos, remediar los errores del pasado… de manera dolorosísima, el deseo (quizá inconsciente) de Harley Quinn responde, en una gris paradoja, al pequeño universo de la vulgaridad burguesa: la impecable casa con luces indirectas, el padre trajeado que llega del trabajo para besar a sus hijos, los rulos como corona doméstica de la dominación. Se congela entonces la sonrisa del espectador y uno se nota necesariamente traicionado por el texto: ¿por qué nadie ha analizado la brutalidad de esa decisión cinematográfica, tan desoladora, tan cercana, ese suspiro de la heroína criminal por retornar directamente a la jaula dorada de la familia, la propiedad privada y el trabajo? ¿No es esa, acaso, la verdadera trampa de Suicide squad y, a la vez, el gesto que destruye toda la tramoya de superhéroes y criaturas mitológicas?

La película, por lo tanto, termina sin responder a la pregunta del millón de dólares: ¿cuál es el verdadero tanque de ácido y dónde reside el deseo? ¿Quién domina el deseo del prójimo, aquel que se lo inyecta o aquel que quiere salvarle del mismo? Y finalmente, ¿quién es realmente Harley Quinn, y por qué –ay- nos hemos enamorado un poco de ella?

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