Tal vez recuerden esta serie que narraba las peripecias de la familia Crawley cuando, tras la muerte del heredero de la mansión en el desastre del Titanic, su posición viene a recaer en un primo lejano (y plebeyo) dado que los condes tienen solamente tres hijas que, debido a su género, no pueden heredar.

Al margen de su adhesiva trama y su elegante ambientación, la serie pone el acento sobre el derecho sucesorio, rama del ordenamiento jurídico que permanece anclada en el tiempo sin que nadie diga nada.

Hay cuestiones que parecen haberse quedado fuera de las transformaciones de los sistemas políticos desde la Ilustración. Asuntos como el matrimonio, la igualdad de derechos entre ambos sexos o la libertad sexual, por ejemplo, han dormitado desde el derecho romano hasta prácticamente la actualidad sin encontrar su hueco en la agenda del legislador.

Una de estas instituciones jurídicas “zombies” es la legítima hereditaria. La legítima es la porción de bienes que el testador no puede disponer libremente por haberla reservado la ley a determinados herederos, llamados por esto “herederos forzosos”, según dispone el Art. 807 del Código Civil.

Parece lógico que, para el caso de que una persona muera sin haber hecho testamento, el legislador presuma lo que el fallecido hubiera hecho con sus bienes de haberlo podido prever y ofrezca una solución sencilla y automática para su adjudicación, el problema se plantea cuando una persona plenamente capaz quiere hacer testamento.

Básicamente, la norma consiste en que a los hijos les corresponde, a partes iguales, un tercio de los bienes que recibe el nombre de “legítima estricta”. Tienen también derecho a otro tercio, el llamado “de mejora”, que no tiene porqué ser repartido a partes iguales. El tercer tercio será el único de “libre disposición”. A falta de descendientes, serán los padres quienes disfruten de esa legítima estricta. El cónyuge viudo por su parte recibirá la suya en usufructo y será mayor o menor, según con quién concurra a la herencia. Por cierto, ¿Cómo es posible que, contra toda lógica social, se siga postergando a la pareja de la persona difunta en favor de otros parientes y al margen de toda convivencia efectiva?

Por si fuera poco este galimatías, en España coexisten junto al derecho común, los regímenes sucesorios forales que se aplican en Aragón, Baleares, Cataluña, Galicia, Navarra, Vizcaya y Álava.

En general, las regulaciones sucesorias son reflejo de una sociedad que ya no existe, basada en la familia romana (“gens”) y en una economía agraria, una sociedad completamente distinta a la actual: individualista, liberal, postindustrial, urbana, cibernética y globalizada.

A un principio de libertad absoluta se opondría, desde luego, la protección de los menores o dependientes a cargo del testador, personas cuyas expectativas vitales no deberían truncarse por una disposición caprichosa.

Pero estas cautelas, que pueden ser perfectamente recogidas en la ley, no pueden derogar el Principio de Libertad, “Valor Superior” del ordenamiento jurídico, según proclama el artículo 1.1 de la Constitución Española, cuyo artículo 33.1 reconoce el derecho “a la propiedad privada y a la herencia”. Es decir, a disponer libremente de un patrimonio propio, tanto durante la vida, como tras ella.

Es de suponer que los afectos naturales inspiren las disposiciones testamentarias sin necesidad de coerción normativa. El derecho español, al instituir herederos forzosos, hurta al causante la posibilidad de ejercer por sí mismo ese postrer acto de amor y de solidaridad intergeneracional. ¿Qué padres no querrán, en condiciones normales, traspasar su patrimonio a los hijos?
Y si las circunstancias del caso no son esas “condiciones normales”… ¿No es más razonable que, como mínimo, sea un juez el que indague dónde están la razón y la justicia?… Pues no otra cosa era lo que proponía, hace muchísimos siglos, el Rey babilonio Hammurabi, como puede verse en su código de piedra, expuesto en una excepcionalmente tranquila sala del Museo del Louvre:

“… Si uno se propuso desheredar a su hijo y dijo a los jueces: «desheredo a mi hijo» los jueces discernirán lo que hay detrás de eso (sus razones)”.

¿Han tenido ocasión de leer las surrealistas causas de desheredación (Art. 852 al 855 del Código civil)?

En el caso de los hijos, por poner un ejemplo, sería necesario “haber negado, sin motivo legítimo, los alimentos al padre o ascendiente que le deshereda” o “haberle maltratado de obra o injuriado gravemente de palabra”.

Cuestiones como la falta de relación afectiva o el abandono sentimental no son causa de desheredación, aunque sí lo sea (S. del Tribunal Supremo de 3 de Junio de 2014) el maltrato psicológico consistente en “insultos y menosprecios reiterados y sobre todo, de un maltrato psíquico que supuso un auténtico abandono familiar“
¡Pues, menos mal!

Rafael Iturriaga

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