Hay un problema fundamental en la encrucijada que atraviesa la relaciones entre nostalgia y documental musical. A menudo, el género corre el evidente peligro de parapetarse detrás de los flujos emocionales que configuran al espectador de turno, dejando a un lado las posibilidades específicas de la imagen. Dicho con mayor sencillez: el documental musical suele llevarse bien con la lágrima demasiado fácil, con el retrato demasiado benévolo de los protagonistas. O con las trampas de guión que garantizan un pequeño estremecimiento. Y de ahí que resulte estimulante, pero al mismo tiempo problemático enfrentarse al último trabajo que gira en torno a Blur.

Las coincidencias, o las alegres casualidades que han ido hilvanando esa guerra sin cuartel dentro de la tetera del brit-pop desde principios de los noventa han vuelto a emerger para enfrentar, dentro de los tocadores y las pantallas del circuito, una vez más, a los Oasis –que nos dieron que hablar por cortesía del mastodóntico y muy tramposo Supersonic (Mat Whitecross, 2016)-, y a la banda de Damon Albarn, que se ha dejado caer por nuestro festival favorito con New world towers. Sin necesidad de recurrir a las odiosas comparaciones pugilísticas, baste para zanjar la polémica apuntar que ambos productos no dejan de ser elementos añadidos a sendas campañas de marketing orientadas a la venta de discos, camisetas y otros objetos garrapiñados de la tienda de recuerdos para tardotreintañeros nostálgicos. No se les puede pedir más.

Dicho esto, la pieza que nos ocupa se despliega y se agota antes incluso de empezar. No lo decimos, que conste, en términos peyorativos: si usted es fan de Albarn y está mínimamente familiarizado con la vida, obra y milagros del cuarteto británico, ya sabe todo lo que va a ocurrir en los siguientes noventa minutos de su vida. Lo bueno y lo malo. Sin embargo, hay un interesante matiz a la hora de tomar como centro, muy precisamente, un disco tan extraordinariamente poliédrico e inusual como The magic whip. Primera escisión que dominará toda la experiencia del metraje: si es de los que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor y que los chicos de Blur no deberían haber salido de sus apasionados y violentos guitarrazos inconformistas –los del Modern life is rubbish o los del Parklife- hacia esa suerte de misticismo descafeinado con ribetes electrónicos y paisajes autocomplacientes que lo conforman, ni se le ocurra a sumarse a las imágenes. Si por el contrario, como es el caso del que esto escribe, pudo paladear el cierto riesgo que se asomaba detrás de algunas de las apuestas musicales, e incluso le perdonó los deslices egomaníacos y poco inspirados de la producción a Stephen Street, es probable que encuentre una buena colección de momentos interesantes.

La alienación, ese tema majestuoso que forma parte del ADN del pop británico prácticamente desde sus comienzos -y que tan buenos resultados les ha ofrecido a grupos tan dispares como los Who o Pink Floyd- se reinterpreta aquí en clave de spa con hidromasaje del primer mundo. La leyenda, perfumada hasta los risible, nos plantea las grabaciones de The magic whip como una suerte de experiencia personal de reencuentro, de nostalgia, y de reformulación de identidad que los cuatro miembros de la banda tuvieron que atravesar durante un exilio forzado de cinco días en un pequeño estudio de Hong-Kong. Lógicamente, tanto la ausencia de buenas imágenes de archivo, como la falta de interés de las entrevistas realizadas, hace que cualquier tipo de interés por el proceso personal, supuestamente trascendental y místico de los chicos de Blur, nos importe entre el cero y la nada. Sin embargo, lo interesante de la cinta se encuentra en otro lado: en la puesta en escena de los temas en directo que puntean la soporíferas declaraciones de los músicos, y en las que realmente se recoge la experiencia que supuso acercarse a los últimos conciertos ofrecidos por la banda.

Los que tuvimos la agradable experiencia de escucharles en el FIB de hace dos años nos encontramos con un grupo muy diferente al que plantea el documental: aquellos músicos maduros y rigurosos que aterrizaron según cuenta la leyenda en el fantasmagórico aeropuerto de Castellón, ofrecieron a la multitud de manera coherente, muy divertida, y extraordinariamente cercana un puñado bien escogido de temas. Las imágenes del documental son capaces, hasta cierto punto, de hacer justicia a lo que vimos encima del escenario: un pop maduro, pertinentemente arreglado, lo suficientemente artificial como para resultar digerible, y al mismo tiempo, lo suficientemente sincero como para provocar la catarsis.

De ahí que en New world towers, lo peor sean siempre aquellas imágenes que se pretenden artísticas, cinematográficas. Los largos travellings por las calles de Hong-Kong muestran una fotografía demasiado gris y un tinte desapasionado y amateur que resulta poco menos que ridículo al compararlo con algunos planos dirigidos por, digamos, Oliver Assayas o por Gaspar Noé. Sin embargo, cuando estamos con los músicos en el escenario y nos sometemos a la “experiencia Blur” –ya sea en el cancionero tradicional, o en las nuevas canciones-, entonces casi se nos olvidan las profundas caras de aburrimiento y la limpieza absolutamente vacía con la que el director gestiona los primeros planos de las entrevistas. Por poner apenas un ejemplo, la fantástica Girls and boys está perfectamente orquestada para que la puesta en escena dialogue con la construcción musical -si bien, intuyo, el mérito quizá sería más atribuible al realizador en directo del concierto de Hyde Park. Del mismo modo, resulta extraño que, a nivel estructural, el director decidiera no cerrar la cinta con esa explosión fantástica de ritmo y memoria que sigue siendo Song 2.

A la salida del cine, me retiro con una sonrisa dulce y las manos metidas en los bolsillos para acabar teniendo la misma conversación amada con los cómplices donostiarras: ¿Éramos de Oasis o de Blur? ¿Creímos en la violencia o en la pose? ¿Hubiera ganado Noel a Liam en una pelea a navajazos? ¿Hemos aguantado el paso del tiempo, o por el contrario, nos hemos aburrido lo suficiente para no sentir ganas de golpear el suelo al volver a escuchar lo de Woo-hoo, When I feel heavy-metal? Preguntas exquisitas, de máxima importancia, que en el fondo, nos hacen intuir que, pese a sus fallos, el documental funciona de manera correcta.

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