Nos pasamos la vida disimulando. Es decir: ocultando lo que pensamos o sentimos. O sea, que somos unos falsos.

Disimulamos el enfado, el deseo, el amor. Aparentamos querer a los que odiamos o despreciamos y nos conformamos con aparentar querer a los que amamos locamente y siempre están ahí. El disimulo aparece como síntoma del manejo de un conflicto entre lo que somos y lo que queremos que los demás crean que somos. Es un desgaste de cojones y así nos va.

No todo el mundo disimula igual y, como especie, repetimos muchos patrones de conducta al respecto. Si eres observador notarás como todo el mundo se gira con la misma intensidad cuando le tocas en el hombro para evidenciar que sabías que te había visto y que no hacía falta más que decir “hola” y seguir, que no había más compromiso. El giro recuerda al de los actores en series americanas de los 80’s, cuando ponían aquello de “Also Starring” y aparecía el careto del actor como sorprendido de que estuviéramos allí, al otro lado del televisor.

Lo mismo ocurre cuando tu equipo no gana la Liga y haces como que no te interesa el fútbol, pero a poco que te pinchen empiezas a relatar la cantidad de favores arbitrales que tuvieron, con fecha, equipo contrario y minutos de descuento. O con el manejo de la frustración cuando dejamos incorporarse a un coche a tu carril y luego pilla el sitio de parking que había libre más adelante. Ahí hacemos como que estamos dando un paseo, que no tenemos prisa, que somos felices buscando hueco.

Vamos a un concurso o estamos en los Goya, y no llevártelo es un desastre pero aplaudes al ganador con más alegría que si fueses su madre. Exageras la alegría para esconder el enojo y entonces…

Disimular es un arte. Está claro. Conseguir que no se note no lo consigues ni yendo al Actors Studio. Así que lo mejor es estar preparado por si se nos nota o la persona que lo nota nos mira resaltándolo. Hay que estar listo para responder irónicamente, acudiendo a la hipérbole excusatoria para apabullar al interesado o yéndote por las ramas del absurdo.

-Digo, a ver si me mira, a ver si me mira.
+Estás fijando la vista al infinito pero yo estoy entre ese infinito y tú.
-Ya, ya. ¿Te acuerdas cuando decíamos lo de “¡están llenos! ¡Están llenos!”? ¡Qué risa!…

Tampoco podemos renunciar a ello. No disimular acarrea muchos costes, los mismos que el propio disimulo. Cuando se te acerca un pesado en un bar, un conocido de estos que cree que hay confianza para invadir tu privacidad y se queda allí dándote la brasa. Tú disimulas que te interesa lo que dice porque el conflicto es enviarle al lugar donde se recogen nuestros desechos. Y por evitar una situación violenta, algo que cuando se produzca te apene y haga sentirte mala persona, te lo comes. Te lo comes con su sudor, sus pedos, su aliento y sus preguntas impertinentes o con su discurso alardeado, mentiroso y altivo. Te lo comes porque romper la baraja puede hacer que esa persona desaparezca (hoy), pero antes colgará su mochila sobre tus hombros ya atormentados. Y volverá a aparecer (mañana).

No disimular que la comida que ha cocinado tu amiga del alma tiene menos gracia que Bertín Osborne sin vino tinto puede estropear toda una noche maravillosa. Disimular que te gusta la comida como hacen los reporteros de la tele, que hacen “¡ummm!” antes de que nada roce el paladar, tampoco es una opción. Decir que te has llenado con la cerveza es la buena.

Cuando vas a una entrevista de trabajo y te preguntan qué defecto crees tener no debes decir: no me gusta madrugar, aceptar órdenes y que me juzgue un niñato como tú. Aquí el disimulo está pactado. Los dos sabéis que la respuesta debe ser un defecto que encierre una virtud:

-Me involucro demasiado en mi trabajo.
-No sé decir “no”.
-Soy obsesivo. Hasta que no acabo una tarea, no paro. – Y luego te ríes un poco, como diciendo que no puedes evitar echar tantas horas.

Sin embargo sí hay algo donde no deberíamos disimular. Hay algo donde disimular, aunque lo parezca, no trae nada bueno, pero nada nada bueno. ¿Sabes de qué hablo o disimulas?

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