Destino

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Al final del vagón de metro le pareció reconocer a Pepón. Sus miradas se cruzaron durante unos segundos, él insinuó un saludo que el otro eludió fijando la vista en el diario que portaba. Estaba seguro, era Pepón. Un amigo del barrio, de su niñez. Durante el resto del trayecto evocó aquella época. A Pepón y sus hermanos les apodaban «los matones». Lenguaraces y maleducados, los expulsaron de varios colegios y se pasaban el día en la calle. Qué se podía esperar de ellos, criados en un entorno familiar tan conflictivo: el padre alcohólico y la madre vocinglera y peleona. Pero a la hora de jugar, Pepón y sus hermanos, eran unos niños más y nadie los excluía. Sin embargo, pronto terminaba la diversión pues raro era el día que no pegasen a alguien para quitarle las canicas, la peonza o la merienda. «_No sé por qué te juntas con ellos, no merecen tu amistad. Juanín eres un incauto y se aprovechan de ti. Esos muchachos pendencieros, acabarán mal_». Eso vaticinaba su abuela curándole la brecha que «los matones» le habían hecho. No andaba descaminada la anciana.

Los chicos crecieron: uno terminó alcoholizado, otro murió de sobredosis y el pequeño en una reyerta carcelaria. Sólo Pepón, el mayor, parecía haberse librado de un destino tan aciago, pensó al recordarle, hacía unos momentos, en el vagón de metro, con tan buen aspecto y bien trajeado.

Así, durante varios días, coincidía con un Pepón distante que le miraba sin saludarle. Hasta que una mañana decidió presentarse: «Oye, perdona… No sé si me equivoco, pero tú eres Pepón ¿no? ¿Sabes quién soy yo?». El otro asintió sonriendo. «Sí, claro, tu eres Juanín… del barrio». Juan continuó amistoso: «Joer macho, creí que no me habías reconocido… es igual. ¡Mira que encontrarnos aquí, después de tanto tiempo! ¿Qué es de tu vida, a qué te dedicas?». Pepón le puso al corriente de forma concisa: «Trabajo por mi cuenta y no me va mal». Calló sin devolverle un «¿Y tú?», la pregunta que Juan esperaba. Sin embargo, no dio importancia al desinterés que su interlocutor demostró. Pepón no era un hombre curioso, eso era todo.

Aprovechó para rememorar sus travesuras de la infancia de forma afectuosa: «¿Te acuerdas de cuando tú y tus hermanos tirasteis los felpudos por la ventana del portal y mi abuela me hizo confesar a los vecinos que habíais sido vosotros? Me disteis una buena… ¡Cosas de críos!». Pepón afirmó: «Sí, cosas de críos…Bueno, Juanin, me bajo en la próxima». Pepón le abrazó de forma efusiva y varonil. Juan al despedirse le dijo con sinceridad: «Me ha alegrado verte, mañana, si coincidimos otra vez, seguimos charlando».

Al día siguiente le divisó nuevamente al final del coche, con el diario en la mano. Levantó el brazo para reclamar su atención pero Pepón, indiferente, miró para otro lado. Juan recordó dos cosas, la primera: su abuela tenía razón, ese chico no merecía su amistad y la segunda: le faltaba el reloj y la cartera desde el día anterior.

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