Vengo insistiendo, con dudoso éxito, ya lo sé, pese a que no pienso renunciar a mi deber como periodista, que no es otro que proclamar la verdad con objetividad, sin sectarismo, para que la gente pueda ejercer el pensamiento crítico y emitir una opinión sin sesgo ni manipulación, en la necesidad de enfrentarse a la realidad tal como es, por muy esquiva que se nos presente o por mucho que los hechos se empeñen no ya en estropearnos una buena historia y un fantástico titular sino en negarnos el futuro como seres libres en una sociedad en la que todos somos iguales, sujetos de derechos y de deberes. En ese esfuerzo, el de evidenciar las vergüenzas del poder y ruborizar la conciencia de los políticos, parece evidente que los medios de comunicación han olvidado sus principios y su razón de ser. En lugar de asumir que constituyen un auténtico poder en sí mismos –el cuarto poder se hacían llamar cuando ejercían de reguladores de la calidad democrática y censores de los excesos por abuso de lo público desde la política–prefieren ser vistos como un contrapoder donde lo que más importa en la empresa de la información, o sea negocio y beneficios, lo que cuesta la imagen y la manipulación, en detrimento de la información, que se mercantiliza y sirve a intereses que en nada tienen que ver con su función original, con su ideario y su ética, y que en medio de una crisis sistémica atroz, que empobrece y corrompe lo que de sublime pudiera tener la condición humana, sacando a la luz lo peor de nosotros mismos, acaba vendiéndose al mejor postor para convertirse en la voz de su amo, la correa de transmisión de unos mensajes transfigurados en consignas.

No se incita a pensar sino a obedecer sin reproche, mansamente. Ya no es necesario permanecer vigilantes para preservar los principios democráticos, el estado de Derecho que sostiene la sociedad, el conjunto de leyes e instituciones que regulan la vida que hemos elegido vivir y el modelo político que mejor nos representa. Desde el mismo momento en que se renuncia a ejercer el poder y se esgrime el peso objetivo del contrapoder, como si tal falacia equilibrara el fiel de la balanza, se está dando carta de naturaleza a una falsedad, la gran mentira de una prensa arrodillada que en lugar de impulsar y liderar el cambio para transformar la realidad se alía con lo peor de ella, dando la espalda a los ciudadanos a los que dice servir y a los que debería representar.

He releído recientemente lo que Camus afirmaba a propósito de los medios de comunicación y cómo se lamentaba de esa prensa complaciente y equidistante que, con raras excepciones, no tiene otro objetivo que aumentar el poder de algunos, ni otro efecto que el de envilecer la moral de todos. Una prensa al servicio partidista solo contribuye a poner en marcha el ventilador que esparce indiscriminadamente la basura y se convierte en arma arrojadiza para la confrontación política. Ante este panorama, cuando se ha despojado al periodista no solo de sus armas –la verdad contrastada, el rigor y la objetividad a cualquier precio, la independencia – sino de su dignidad profesional, obligándolo a ejercer su trabajo en unas condiciones denigrantes, precarias, que envilecen el periodismo hasta límites inasumibles, resulta muy difícil ejercer la autocrítica y desnudar a la prensa en sí para ponerla ante el espejo moral de sus miserias. Siento asco y no puedo reprimir las náuseas cuando veo a todos esos políticos mediocres hablar de libertad de prensa cuando son conscientes de que la prensa no es ni libre ni independiente ni plural y que así no es posible ninguna democracia. La prensa es un poder que solo puede estar situado inmediata- mente después que el poder del pueblo a quien sirve.

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