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Despoblación

Jesús Ausín
Jesús Ausín
Pasé tarde por la universidad. De niño, soñaba con ser escritor o periodista. Ahora, tal y como está la profesión periodística prefiero ser un cuentista y un alma libre. En mi juventud jugué a ser comunista en un partido encorsetado que me hizo huir demasiado pronto. Militante comprometido durante veinticinco años en CC.OO, acabé aborreciendo el servilismo, la incoherencia y los caprichos de los fondos de formación. Siempre he sido un militante de lo social, sin formación. Tengo el defecto de no casarme con nadie y de decir las cosas tal y como las siento. Y como nunca he tenido la tentación de creerme infalible, nunca doy información. Sólo opinión. Si me equivoco rectifico. Soy un autodidacta de la vida y un eterno aprendiz de casi todo.
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Siempre había considerado idílico el canto del gallo. ¿Que hay más bucólico que despertarse por las mañanas escuchando un lejano gallo mientras el sol asoma poco a poco radiante en un horizonte azul? Ese es un elucubración que ya ha olvidado. Porque el puñetero gallo del vecino le está amargando los amaneceres. Todos los días, trabaje de tarde, sea festivo, sábado, domingo, vacaciones o esté enfermo, tiene que soportar el graznido estridente del dichoso animal. Porque este gallo no es como los que salen en los documentales de la tele o como los que le dibujaban en los capítulos del gallo Claudio cuando él era pequeño. Este parece un grajo afónico que se ha comido la sirena de una alarma de bombardeo aéreo.

Cuando decidieron irse a vivir a Valdorros, la tranquilidad fue una de las virtudes que inclinó la balanza. Eran jóvenes. Recién casados. Por el precio de un apartamento en Burgos, compraron un chalet domótico con cien metros de parcela. Total sólo eran dieciocho kilómetros a la capital y con lo que ahorraban en vivienda, les daba de sobra para comprar otro coche y poder ir y venir sin tener que depender de la pareja.

Todo empezó a torcerse en los primeros meses de embarazo. Flaviana tuvo dos amagos de aborto y en los dos, le pilló sola. Tener que llamar a Esiquio y esperar una eternidad a que llegara y otra para volver a la capital dónde se encuentran las urgencias del hospital más cercano, les hizo pensar por primera vez que, tal vez, no era tan buena idea eso de vivir en el medio rural. Porque el lugar escogido para vivir es un pueblo con apenas 300 habitantes dónde el médico pasa consulta hora y media los jueves (cada quince días los meses de julio y agosto). Después, cuando nació Minaya, se les olvidó todo. No había pediatra, pero daba igual. En la capital tampoco tendrían el pediatra debajo de casa. Y en el pueblo, Minaya podía crecer en paz, en plena naturaleza, respirando aire puro, sin ruido, sin el estrés de sus padres.

La segunda ocasión para arrepentirse de vivir en el campo, la tuvieron cuando Minaya cumplió los seis años y tuvo que empezar la Primaria. Durante tres años, estuvo en la guardería pública que el Ayuntamiento había montado en uno de los edificios de propiedad municipal. Habitantes no, pero edificios municipales, a porrillo. El Ayuntamiento, el consultorio, un centro cívico con sala de exposiciones y un polideportivo cubierto que para sí lo querrían en cualquier barrio del extrarradio madrileño. El colegio estaba en la capital, pero no pudieron elegir el público que les gustaba porque a ellos, por vivir en el pueblo, les correspondía uno de agrupación. Allí les llevaban en autobús, pero tampoco podías montar en él si no ibas a ese colegio. Sopesaron la idea de llevarlo a uno privado, pero entre que siempre habían aborrecido el elitismo y que era muy caro, tuvieron que conformarse con el público de concentración rural.

Nunca se arrepintieron de ello. Minaya se adaptó convenientemente. Allí estaban sus amigos también vecinos del pueblo (cuatro) y en la segunda etapa de la primaria, cuando empiezan a calificar a los chavales, las notas siempre fueron buenas.

El paso definitivo lo tuvieron que dar, cuando el chaval estaba ya en Secundaria. Allí ya no había autobús de la Conserjería y había que llevarle y traerle todos los días. Su padre trabajaba a turnos y su madre de diez de la mañana a ocho de la tarde, con un parón de dos a cuatro para comer. Los primeros cursos se adaptaron bien. Su madre, cuando su padre trabajaba de tarde, madrugaba y le llevaba para que a las ocho en punto estuviera en clase. Pasaba dos horas sentada en el coche esperando que abriera la tienda dónde trabajaba o paseando por la ciudad. A mediodía lo recogía todos los días y volvían a comer a casa. En el tercer año, empezaron los trabajos en común en los que tenía que reunirse con otros compañeros que vivían en la ciudad. El deporte con los mismos compañeros y los actos sociales (cumpleaños, etc) hacía que Esiquio y Flaviana debieran estar pendiente de Minaya casi todas las tardes. Todo se precipitó un día que su madre no pudo ir a recogerle, porque la llamaron desde Urgencias del hospital. Ella, se acercó primero al Instituto y le dijo a Minaya que cuando acabara en el hospital, se iría para casa. Como no sabía lo que iba tardar, le dio un bono-bus y le convenció para que se fuera a casa en el coche de línea. Casualmente Minaya se había dejado el móvil en casa. Intentó acceder al autobús de línea con el bono subvencionado por la Junta de Castilla y León, pero el conductor le dijo que con ese billete debería esperar al final de la cola y entrar el último. Cuando faltaban por subir tres viajeros antes de llegar a él, el conductor dijo que el autobús estaba lleno y que se quedaban en tierra. Minaya no pudo avisar. Nervioso porque no sabía como actuar, decidió acudir a la fábrica dónde trabajaba su padre y esperar a que saliera a las diez de la noche. Su madre, Flaviana, llegó a casa a las 20:30. Su hijo no estaba. Ningún vecino lo había visto. Se fue inmediatamente al bar que estaba en la entrada del pueblo y tampoco dieron noticias de él. Nerviosa y desesperada llamó a la Guardia Civil. Estuvieron preguntando y nadie había visto esa tarde al chaval. No se les ocurrió llamar al padre. Cuando padre e hijo aparecieron a las diez y media de la noche en casa, y vieron a la Guardia Civil en la puerta, se esperaron lo peor. Todo quedó en un gran susto. Pero decidieron abandonar el pueblo e irse a vivir a la ciudad.

 


 

Despoblación

 

El domingo 6 de mayo, miles de personas de la provincia de Teruel se concentraron en Zaragoza, bajo el lema “Aragón se muere por el sur. ¡Salvemos Teruel!” . Teruel es una de las provincias más afectadas por la despoblación (pierde todos los días tres habitantes desde hace dos años). Aunque no la que lidera el pernicioso ranking. Esta desgracia la encabeza Soria dónde 84 de cada cien de sus municipios están en riesgo extremo de extinción. Le siguen Zamora, Burgos, Ávila, Salamanca y la propia Teruel dónde noventa y tres pueblos de cada cien corren el riesgo de no ver paseantes por sus calles.

En todo el estado hay más de cuatro mil pueblos en riesgo de desaparición por no tener vecinos.

Según La Vanguardia, Castilla- León, Castilla-La Mancha, Teruel y La Rioja, son los lugares dónde se encuentran la mayor parte de esos municipios.

Los que hemos nacido en pueblos, sabemos perfectamente de que estamos hablando. En mi pueblo, Valdorros, en los años sesenta había una multitud de chavales. La escuela tenía dos aulas llenas. Hoy la escuela es el bar del pueblo que también tiene serios problemas de desaparición por falta de clientes. Desde entonces, el pueblo fue perdiendo población (tuvimos que hacer “trampas” para no ser borrado como municipio) hasta llegar a los 87 empadronados. Luego en el primer decenio del año dos mil, gracias a la burbuja del ladrillo, y a un hábil alcalde muy relacionado dentro del partido, consiguió un renacer demográfico a costa de un Campo de Golf (que acabó quebrando) con su correspondiente urbanización aledaña y una cincuentena de chalets en una gran parcela municipal que pasó de albergar las parvas en verano, los trillos, las beldadoras y los carros llenos de paja hasta finales de los años 70, a solar urbano donde se construyeron las viviendas unifamiliares.

Ahora, desde que el ladrillo perdió su pátina de lingote de oro y las casas bajaron de precio, nuevamente ha emprendido una lenta marcha hacia la despoblación.

Mucha gente cree que un pueblo se muere por falta de puestos de trabajo. Y puede ser verdad en algunos casos pero no en todos. Hoy por hoy, cuando los jóvenes tienen que emprender nuevas vidas en Alemania, Perú o Panamá, para poder trabajar en condiciones dignas, se ha perdido aquello de tener el trabajo a la vuelta de la esquina (en realidad lo que se ha perdido es lo de tener trabajo estable y remunerado decentemente). Y si bien es cierto que en pueblos de la provincia de Teruel, alejados de cualquier urbe lo suficiente como para dejarse la vida entre ir y venir todos los días, tener trabajo dentro de esos municipios asentaría población, en otros casos como en Castilla y León, tener trabajo dentro del pueblo no es igual a tener asegurado el futuro como municipio. De nuevo pongo el caso de mi pueblo. Este avispado alcalde, también montó un polígono industrial dónde se asentaron varias empresas. Entre otras, dos que ocupan a más de cuarenta personas cada una de ellas. Es decir, que habría trabajo para todos los del pueblo y alguno más. Sin embargo, ninguno de sus trabajadores se ha asentado dentro del municipio y la mayor parte de ellos vienen todos los días de la capital. Son quince minutos en coche y media hora en el bus de la empresa.

¿Cuál es el problema entonces? ¿Por qué el medio rural se muere? La respuesta en todos los casos es muy evidente. Este sistema de hijoputismo liberal en el que todo es negocio, hasta lo que no debiera serlo, como los servicios públicos, desangra al medio rural igual que desangra a los desfavorecidos. Nadie se empadrona en un pueblo en el que el médico pasa consulta una hora a la semana y si es verano, es muy posible que hasta una vez al mes. Y nadie se empadrona porque ello significa que si no puedes ir al médico el día que toca o tienes fiebre un lunes y el médico pasa consulta el jueves, no puedes acceder a la sanidad como no sea irte a las urgencias más cercanas. Para acudir a esas urgencias, igual tienes que recorrer treinta kilómetros por carreteras donde, conducir con fiebre es un riesgo de muerte importante. Nadie se empadrona en un pueblo sin colegio, en el que tus hijos tienen que levantarse a las seis de la mañana para coger el autobús que les llevará al de concentración rural y que tienen que pasar por otros siete pueblos como el tuyo para llegar al colegio.

La falta de inversión en el medio rural es tan lamentable, que está matando a los municipios. Recuerdo que en los años ochenta del pasado siglo, (vuelvo a mi pueblo) podías ir de Burgos a Valdorros en bus de línea casi cada hora y volver de la capital también con la misma frecuencia. Entonces una línea privada, montada como negocio, era rentable. Ahora, cuando la Junta de Castilla y León subvenciona gran parte del billete, tienes un autobús al día para volver y casi que solo otro para ir. Con la vergüenza de que los conductores de la compañía están instruidos en prácticas poco ortodoxas como son que si quieres acceder al autobús con un billete subvencionado tienes que esperarte al final de la cola. Si el autobús se llena, te quedas en tierra y hasta el día siguiente. En los pueblos, la gente que coge el autobús de línea es gente mayor que nunca protesta. De eso se valen. Es una vergüenza que la Junta de Castilla y León haga oídos sordos ante las quejas por este tipo de irregularidades mientras subvenciona un negocio privado con dinero público. Deberían exigir a la compañía que hubiera plazas suficientes y si tienen que poner un autobús para tres personas, en eso consiste el servicio público y supongo que para eso está el concierto con la subvención.

Nuestros pueblos se han llenado de instalaciones municipales que nadie usa porque no hay gente para ello. Cualquier pueblo, al menos de la provincia de Burgos, tiene polideportivo, biblioteca, o un centro cívico. Instalaciones que han costado una millonada de euros y que no son utilizadas convenientemente. Pero esto es como lo del AVE. Todo el mundo quiere una estación del AVE en su pueblo aunque baje un viajero al mes. No son capaces de ver la cantidad de dinero que nuestros políticos derrochan para tener contento a los vecinos que les van a votar. Sin embargo se olvidan de la sanidad y de la educación públicas que fijarían población y que harían que muchos municipios no murieran.

El campo ha recibido cientos de millones de euros en subvenciones. Muy poco porcentaje de esas subvenciones se ha dedicado a renovar o mejorar las explotaciones. La mayor parte de ellas se han ido a la burbuja del ladrillo, a comprar pisos en la capital dónde los agricultores puedan pasar los inviernos o dónde residir permanentemente. Nadie ha controlado el uso de ese dinero público.

Cuando un pueblo muere por falta de vecinos, como ha sucedido en una pedanía cercana a Burgos, otro problema es que todos los bienes que allí existen se convierten en valor cero. Sin vecinos, son pueblos que acaban siendo arrasados por los robos y/o pastos de las llamas o de la ruina.

España tiene un serio problema de despoblación. Un problema que como todos los demás es derivado de un sistema injusto que prioriza el bien del 1% sobre el 99. Un sistema que invierte dinero público para hacer ricos a los amigos, obviando el beneficio social. Un sistema que deja de lado la educación precisamente porque la sabiduría no acepta engaños y prepara para las rebeliones. Un sistema en el que los pueblos, nuestros pueblos, solo cuentan el día de las elecciones.

Si Aragon se desangra por el sur, España se muere por el centro. El bucolismo es sólo eso, idealidad. La realidad de vivir en el medio rural, es bien distinta. Sin industria que nos salve en las ciudades, si se mueren los pueblos, nos morimos todos.

 

Salud, república y más escuelas.

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