El día 2 de septiembre de 2011 el Congreso de los Diputados daba vía libre a una reforma constitucional a la que algunos dieron en calificar como estrictamente técnica. Lo hizo con una amplísima mayoría de 316 votos (los que sumaban el Grupo Socialista y el Grupo Popular). Se trataba de la modificación del ya popular artículo 135, en su regulación de los límites y condiciones para la emisión de deuda pública y el recurso al crédito, justificada por el entonces Gobierno Socialista como una vía alternativa para evitar los recortes que, en otro caso, acabarían imponiendo los mercados.

“Los créditos para satisfacer el pago de intereses y capital de la Deuda Pública del Estado se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de los presupuestos y no podrán ser objeto de enmienda o modificación, mientras se ajusten a las condiciones de la Ley de emisión”. Esta era la redacción del artículo 135 vigente hasta 2011. Esto es la obligación del Estado de atender al pago de la deuda como compromiso ineludible, ya había sido refrendada por la ciudadanía en el momento en que dio su aprobación entusiasta a la Carta Magna. El matiz que incorporaban ahora las Cortes era el siguiente: “su pago gozará de prioridad absoluta”. Bien es cierto que a continuación se acotaba en los siguientes términos: “Los límites de déficit estructural y de volumen de deuda pública sólo podrán superarse en caso de catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria…apreciadas por la mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los Diputados”.

Cabría preguntarse el porqué de la enorme fractura que la reforma provocó entre el PSOE y su electorado, si en la misma se establecían mecanismos para subordinar las obligaciones de la deuda a necesidades sociales de orden superior. Quizás una explicación plausible la encontraríamos siglos atrás: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.

Cuando se pone en duda la capacidad colectiva para decidir sobre respuestas extraordinarias a situaciones excepcionales, se hace principalmente por dos razones: bien porque las razones que se aportan para justificar la decisión son endebles, o bien porque los motivos últimos son distintos de los que habrían de explicarse a los ciudadanos.

Si hay una organización que conoce hoy a la perfección las consecuencias que acarrea la desconexión entre el órgano que toma decisiones y el cuerpo social destinatario de las mismas es el Partido Socialista. Aquella reforma constitucional nunca debió llevarse a término en la forma en que se hizo, sin mediar un proceso de explicación al país y su refrendo posterior. Y lo escribe alguien que votó la reforma desde su escaño.

Hoy el PSOE afronta una encrucijada de características similares. En aquél momento un Gobierno Socialista cimentó en razones de Estado nada menos que una reforma constitucional, y en aquellas mismas razones la decisión de omitir el paso por las urnas. Es claro que la desconexión PSOE-electorado no nació allí, pero es evidente que allí se llegó como consecuencia de tal desconexión.

Ahora se apela de nuevo a razones de Estado para que los socialistas faciliten la investidura del candidato de la derecha a la Presidencia del Gobierno. No reiteraré aquí las razones que me llevan a desaconsejar tal decisión, porque he tenido oportunidad de referirme a ellas en anteriores ocasiones, pero sí que creo oportuno refrescar la memoria y apelar al peso de la experiencia para evitar que el error se repita. Ya que la decisión de propiciar la elección de Rajoy mediante la abstención habría de hacerse en su caso en contra de la propia voluntad (así lo han expresado con nitidez quienes ven en la abstención el mal menor), en tanto que la misma es rechazada con rotundidad por quienes mantienen que un voto socialista no puede convertirse en popular en el tránsito de la urna al escaño, convendría evitar que otra sobredosis de responsabilidad rematase hoy con una desconexión interior aquella otra que, en lenguaje políticamente correcto, alejó al PSOE de la calle. ¡Que hablen las urnas!

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