De todos es sabido que desde siempre hemos tendido a esperar algo del prójimo. En lo más hondo de nuestro corazón siempre ha existido un pequeño niño que nos convida a hacer cosas extrañas, en ciertos sitios y a ciertas horas. Y una de las veleidades del ser humano es, precisamente esa: ser un humano. Y como tal, actúa. Se mueve, se desplaza, siente, miente, asiente y disiente, en otras tantas muchas ocasiones, y huye. Y una de sus más denostadas habilidades es hacer de todo lo que toca ceniza.
Y, quizás, una de las motivaciones que lo lleva a acabar en esos menesteres es su obstinación de quererlo todo. El ser humano no tiene ese gen que lo sacia o que lo invita a parar en sus más oscuros deseos. Es todo lo contrario. El ser humano, llegado a ese punto, quiere mucho más, convirtiéndose en una máquina infalible de destruir y devorar todo aquello que pasa por delante.
La sociedad es un sistema que se ha creado para que, de una forma artificial, se pongan límites a ese ego desmedido e irrenunciable instinto que impera en los humanos. Digamos que, la sociedad, de una forma u otra, es el invento de un loco visionario que establece una serie de normas para controlar los instintos más oscuros que mueven a los seres humanos –y ya se sabe que cualquier intento artificial de imponer una legitimidad, siempre acaba fracasando: no lo digo yo, lo propugna la historia-.
Así pues, la desafección que suele establecerse entre los individuos de una misma organización social no es otra que el choque de intereses personales, una vez que el Estado no ha sido capaz de enfrentarse ante los individualismos, al compromiso colectivo y a su compartimentación. Una sociedad cada vez más dividida e individualizada, en busca de las proezas personales e individuales, alejada de los proyectos comunes, la contribución, la integración y el sentido comunal.
Y mientras, otros se gastan “sus dineros” en orgías, tocan la campanilla del parqué y desfilan en las más respetadas alfombras rojas. Eso sí, todo bien orquestado y siempre sin articular ni un solo dedo en su defensa, sin mover ni un solo dedo por aquellos que son los que verdaderamente tienen el uso legítimo del derecho, de la voz y el voto: el pueblo.