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Del himno de España y el ridículo… o no

Sergio Arestizabal Pastor
Sergio Arestizabal Pastor
Periodista con 27 años de profesión a sus espaldas, ha trabajado en medios de Comunicación de Extremadura y Castilla y León, además de colaborar con prensa económica como el Cinco Días y de poner en marcha su propia agencia de Comunicación Comunica2, que se ha caracterizado por la organización de eventos nacionales e internacionales y gabinetes de Comunicación para empresas públicas y privadas. También ha dirigido campañas de Comunicación Política y asesorado a personajes públicos. Según su criterio, los principios básicos del Periodismo, sólo pueden tener como base la libertad de expresión. Algo que empresas e instituciones políticas se han ocupado de manejar en favor de sus intereses.
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análisis

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La situación es para verla. Un grupo de deportistas jóvenes, ilusionados representando a España, nos encontramos en un campeonato internacional en la mítica ciudad griega de Salónica, con una historia que ya de por sí impresiona incluso a los que somos de Bilbao.

Estamos en el centro de la pista de un polideportivo lleno a rebosar, con todas las selecciones participantes formadas en filas, unas junto a otras, detrás de su abanderado. Todo muy protocolario, como corresponde a una cultura milenaria como la griega.

Comienza la ceremonia. Los nervios empiezan a moverse por dentro, a pesar de que todos tenemos mucha experiencia en competición, pero estamos deseando empezar y demostrarles que podemos ganar a cualquiera. Por nuestras mentes pasa la responsabilidad de hacerlo bien, de dejar alto el pabellón, mientras miramos de reojo a nuestros posibles rivales. Concentrados.

Justo enfrente, los organizadores. Serios. Quieren demostrar que lo saben hacer muy bien, que son dignos herederos de quienes convocaban los clásicos Juegos Olímpicos y que son los que mandan. Nosotros, mientras, absortos en nuestros pensamientos, viviendo el momento.

De repente, los británicos comienzan a cantar el ‘God save the Queen’ a capella. “Algo me he perdido”, pienso. “Debe ser un homenaje a alguien y seguro que lo han dicho en griego. Por eso no me he enterado”. Aplausos.

Acto seguido, el equipo de Zambia entona una canción que dice algo de “proud and free”. Solemnes, con la mano en el pecho. ¡Alarma! En nuestro equipo cruzamos miradas significativas mientras se acerca la persona que hace de enlace con los organizadores. ¡Horror! “Tenéis que cantar el himno de España” -nos dice- “Lo exigen los organizadores”. “Pero si no tiene letra”, contestamos al unísono mientras se aleja con una cara como diciendo ‘es lo que hay’.

“¿Qué hacemos?”, nos preguntamos sin apenas girar la cabeza. Entramos en pánico. No podemos dejar la ceremonia ni romper la formación para hablar. En eso, los turcos comienzan su canción patriótica…

Risas nerviosas. “Tarareamos”, dice el madrileño. “Ta, ta, tá” “la, la, lá” “silbamos…”, apunta el riojano. En esto, el asturiano dice: “cantamos ‘Asturias patria querida’ y ya está”. “No, no, ¿cómo vamos a cantar eso?” –respondemos al unísono– “Para ti bien, ya te gustaría, pero estamos representando a España…”

“¡No hay tiempo, nos toca ya!”, apunto mientras comienzan a cantar a nuestro lado los chipriotas. Entre risas nerviosas contenidas y miradas de reojo a los organizadores que intuyen que algo no va bien, salta alguien de atrás: “pues el ‘Asturias patria querida’, pero en vez de Asturias decimos España”. Nos quedamos atónitos.

De repente anuncian: “¡Spain!”. Se masca la tragedia. No sé cómo, pero todos empezamos a cantar siguiendo la última propuesta, la descabellada… “España, patria queridaaa, España de mis amoreees…”. Nadie quiere mirar a nadie. Algunos no pueden seguir, entre la risa nerviosa y la vergüenza.

Miro de reojo a nuestro enlace. Claro que se entera. Sí, es griego, pero lleva muchos años en Segovia… No daba crédito. Acabamos como podemos y la ceremonia continúa sin que nos llegue reacción alguna hasta que el equipo griego, con las gradas puestas en pie, pone el broche final para dar comienzo a la competición.

Nuestro griego-segoviano se acerca escandalizado: “¡Pero qué habéis hecho! ¿Cómo se os ha ocurrido?”. “Ya te dijimos que el himno español no tiene letra…”, respondemos como un sólo hombre. “Pero aquí sí conocen la música. ¡No podéis hacer esto! El jefe está muy cabreado…”, añade entrando en pánico. El jefe es un tipo grande, como un armario, con un pronto de asustar. Así que ni le miramos.

Nos centramos en la competición y al acabar comentamos la jugada, entre risas, vergüenza y autojustificaciones que nos hacen sentir incomprendidos por los mandamases. Claro, que con veintitantos años se nos pasa al momento.

La cosa no termina aquí. Cansados de la competición y de vuelta al hotel, nuestro hombre nos dice: “Mañana también hay que cantar el himno”. “¡¡¿¿Queee diceees??!!”, saltamos entre cabreados e incrédulos, pensando lógicamente que se trata de una broma. Pues no. ¡Mañana también! No damos crédito. “¿Estos tíos no se quieren enterar? ¡Cómo vamos a cantar si el himno español no tiene letra!”, insistimos hasta la saciedad. Parece que si no cantamos nosotros se les descuadra la ceremonia. Pero, ¡qué le vamos a hacer! Es lo que hay.

Pues hasta mañana tenemos tiempo de hablarlo. El asturiano dice: “hacemos lo mismo”. “No, no, no… bastante ridículo hemos hecho”, saltamos los demás. Lo que está claro es que algo tenemos que hacer, o creamos un problemón de no te menees…

Pocas opciones hay. ¿Nos inventamos una letra? Imposible. Al final decidimos tirar por la calle de en medio y echar mano de lo que está en la calle, en los estadios… ‘Chunta, chunta, tachun tachunta, chunta…” ¡Qué le vamos a hacer!

Llega la siguiente jornada. Volvemos a la formación. ¡Empieza el espectáculo! Creo que esta vez tenemos muchos ojos clavados en nosotros… Al jefe ni le miramos. Otra vez la solemnidad de los himnos, mano al pecho, con el ritual previsto. Se va acercando nuestro turno. Apenas ponemos atención al resto. “Que pase de mi este cáliz…”

Nos toca cantar. No nos miramos… ni les miramos. Y empezamos el “chunta, chunta…”. No queda serio, ni mucho menos ceremonioso. Pero no nos queda otra. Por fin acabamos, con la confianza puesta en que el emotivo broche final de los griegos haga que se olvide la patética situación que involuntaria e irremediablemente acabamos de protagonizar.

Esto ocurrió a mediados de los años ochenta, mucho antes del intento (¡otro más!) de Marta Sánchez. Como ella, pusimos letra al himno y también buscamos otra música y otra letra –sin complicarnos mucho– pero, tanto ella como nosotros, debíamos haber dejado la Marcha Granadera como está.

Sin entrar en cuestiones de simbolismos, a la mayor parte de los himnos les pasa como a muchas canciones de los Beatles: es mejor escucharlas sin detenerse en la profundidad de lo que dicen. “Amarillo es, amarillo es…”

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1 COMENTARIO

  1. No se está haciendo justicia a Cataluña. Gracias a los deseos separatistas de un significado número de catalanes se ha despertado en la sociedad española un desenfrenado patriotismo que empieza a recordar tiempos que ya creía olvidados. Ahora empieza una frenética rivalidad para poner letra a una música que, para quien la sienta, no la necesita y para los otros, menos. Pero lo importante es intentar ser protagonista. En el caso reciente que nos ocupa, una cantante en el ocaso de su carrera ha apostado por esta rendija y seguro que ha superado sus expectativas de renovada promoción. La plana mayor del gobierno celebrando su ocurrencia mientras las redes sociales se jactan de ella. ¡País!

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