Agustina es madre de tres hijos. Su familia vino de Extremadura hace algo más de sesenta años hasta Sevilla, de igual forma que muchas otras lo hicieron desde los pueblos a las urbes o desde Andalucía hasta Cataluña. El motivo el de siempre: buscar un nuevo motor de vida que les favoreciera en la economía, una sonrisa y un poco de pan que llevarse a la boca. Los primeros años, los padres de Agustina se ganaban el plato de comida con el mercado de animales de la Alfalfa. Entre esa vorágine nació Agustina, la hermana mediana de dos varones. Agustina en los ochenta se casó con Joaquín y de ese matrimonio nacieron tres preciosas criaturas, aunque no todo fue un camino de rosas. Los fríos inviernos se llevaron por delante a su padre primero y después a su madre. Probablemente fruto de neumonías de esos meses de noviembre a febrero, las lluvias y ese tan gélido como ignoto invierno hispalense. El luto le duró más de quince años. Apenas comía, apenas sonreía. Dice el vecindario que en la negrura de la noche, el eco del llanto de Agustina se hacía oír entre los hierros forjados del puente.

Los llantos fueron a menos cuando Joaquín vino un día diciéndole que la casa estaba preparada. Cogieron un par de bolsas de plástico y allí guardaron las cacerolas y la foto de papá y de mamá, ennegrecida por el humo de las candelas y pusieron marcha a la nueva casa. Atravesaron San Juan de Aznalfarache y pasito a pasito llegaron cerca del cementerio de San Fernando. Unos cuantos de kilómetros no eran nada comparado con la ilusión de tener una cama. Papiroflexia por tabique, contrachapado por artesonado, pero “menos da una piedra” o “a caballo regalao no le mires el diente”. Cualquier refrán era bueno. Pasito adelante y a comenzar una nueva vida. Que ya estaba bueno de puentes.

La ilusión por el domicilio era como la de cualquier joven; dormir en un colchón viejo o   deshilachado no era tampoco un problema mayor. Joaquín entonces, que era un “manitas”, construyó un par de cuartitos; al tiempo y ya con el primer retoño bajo el brazo tuvieron una cuna, fruto del trabajo de Joaquín en una carpintería que en aquel entonces, en el barrio de San Jerónimo salían encargos. La vida iba bien; bueno… iba.

Angelita, la primera de los tres iba al cole. Estaba bien lejos, pero sus padres querían un futuro que ellos no pudieron tener, Joaquinito era de pañales y Saray todavía no había nacido, o sea, eran niños nacidos en chabolas, constituidas ya desde hacía algo más de sesenta años. Entre aquellos años también habían nacido otros suburbios, Sevilla se hacía grande y más con la Expo 92. Tan grande se había hecho que los suburbios, ubicados a extramuros cayeron en las fauces, junto a las barriadas de reciente creación, de los muros de la ciudad habitada. Sucedía pues que eso no quedaba bien, mirabas en diagonal y veías el remozado Arco de la Macarena, echabas un ojo hacia la esquina y encontrabas el asentamiento de la Torre de los Perdigones. Pues hoy no existe el suburbio, reubicación del ayuntamiento con foto incluida. Las Agustinas y Joaquines de aquel suburbio de cartón y uralita se dispersaron.

Mientras, la ciudadanía se preguntaba qué pasaría con el Vacie, situado hacia las afueras de la Sevilla habitada, lugar de foco de enfermedades, infecciones y roedores. Una mortalidad infantil alarmantemente alta, una esperanza de vida eminentemente baja, una tasa por desempleo que rozaba el cien por cien y cía. Entre eso, Agustina había visto llegar coches oficiales con señores con corbata que prometían hacer un realojo. Luego desaparecían. Ella ajena e incrédula continuaba yendo a los talleres de alfabetización de algunas asociaciones que echaban un cable. La verdad es que se pateaban aquellos muchachos y muchachas las calles del lugar, cobrando (en las mejores) cuatro perras, pero con una sonrisa de oreja a oreja. Era Trabajo Social puro. Luego venían las vacas flacas para el gobierno local y hacían desaparecer los talleres y la juventud que venía a echar un cable. Volvían cuatro años después a pedir el voto a cambio de una casa. “Oiga que mi casa es muy decente, señor. No me venga con embustes de casas, que después se queda en nada”, replicaba Joaquín cuando venía el nuevo trajeado a pedir confianza. No es que la confianza se terminara, es que las neumonías hacían mella y Joaquín no llegó a escuchar más. Su gallardía se apagó.

Los años han ido pasando hasta que ayer, Agustina, que ha aprendido a leer gracias a los talleres de alfabetización de aquellos cuatro locos que se pateaban el Vacie ganando cuatro perras, cogió el periódico y leyó en portada que la Unión Europea va a mandar quince millones de euros para las arcas municipales, en las que hay una dotación para un proceso reurbanístico. Me miró con los ojos llenos de lágrimas, confusa, porque le han vendido la moto muchas veces, me agarró con sus arrugadas manos y me dijo, “¿será verdad?”. No quise decirle ni sí ni no. Resulta que el plan Edusi incluye esta cuantía para un proceso que aglutina varios barrios y no sólo para el asentamiento más antiguo de Europa; resulta que los cuatro locos que se pateaban el barrio no están, el Ayuntamiento terminó el programa de actuación hace varios meses por allí; ¡resulta que presuntamente tenemos ahora que confiar en políticos y en políticas!; resulta que las portadas de periódicos corren el riesgo de estar contaminadas y anunciar el fin del Vacie, cuando puede no suceder; resulta que hay parte de la ciudadanía ensalzada porque “les van a dar casas”, esos se quedan con la mirada corta de una lectura facebookera para sacar conclusiones; resulta también que el plan se está utilizando por el alcalde electo y por el saliente para auto beneficio político. Están jugando y comercializando con la pobreza.

Le sonreí y le dije “Agustina, vamos a leer el horóscopo”.

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