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De naciones y presos

Guillermo Del Valle Alcalá
Guillermo Del Valle Alcalá
Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y diplomado en la Escuela de Práctica Jurídica (UCM). Se dedica al libre ejercicio de la abogacía desde el año 2012. Abogado procesalista, especializado en las jurisdicciones civil, laboral y penal. En la actualidad, y desde julio de 2020, es director del canal de debate político El Jacobino. Colabora en diversas tertulias de televisión y radio donde es analista político, y es columnista en Diario 16 y Crónica Popular, también de El Viejo Topo, analizando la actualidad política desde las coordenadas de una izquierda socialista, republicana y laica, igual de crítica con el neoliberalismo hegemónico como con los procesos de fragmentación territorial promovidos por el nacionalismo; a su juicio, las dos principales amenazas reaccionarias que enfrentamos. Formé parte del Consejo de Dirección de Unión Progreso y Democracia. En la actualidad, soy portavoz adjunto de Plataforma Ahora y su responsable de ideas políticas. Creo firmemente en un proyecto destinado a recuperar una izquierda igualitaria y transformadora, alejada de toda tentación identitaria o nacionalista. Estoy convencido de que la izquierda debe plantear de forma decidida soluciones alternativas a los procesos de desregulación neoliberal, pero para ello es imprescindible que se desembarace de toda alianza con el nacionalismo, fuerza reaccionaria y en las antípodas de los valores más elementales de la izquierda.
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análisis

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El ministro Borrell no dejó lugar a la duda cuando el entrevistador de la BBC le formuló la pregunta más previsible: “¿es Cataluña una región o una nación?”. “Una nación, por supuesto”, respondió flemático el ministro, cabeza visible del socialismo presuntamente no nacionalista en la eclosión cívica de hace un año, por las calles de Barcelona, en favor de nuestra ciudadanía compartida. Hasta las mentes más brillantes a veces ceden a la tentación de la vanidad, y no hay mayor vanidad que la búsqueda del reconocimiento ubicuo, aunque para ello sea preciso sostener una cosa y su contraria. Estar en misa y repicando, que diría un castizo.

No fue ésta la única manifestación de ambivalencia reseñable por parte del ministro Borrell. Aunque matizadas luego, no pasaron tampoco desapercibidas sus palabras de empatía hacia los políticos independentistas presos. Así, el ministro vino a expresar su deseo de que no estuvieran en prisión, pulsión benefactora que sin embargo no hizo extensiva al resto de reclusos que pueblan nuestra arquitectura penitenciaria.

Cuando Josep Borrell ahonda en la idea del presidente Sánchez de que España es un país plurinacional, introduce de entrada un concepto brumoso y maleable en el debate político. No lo hace, por supuesto, para clarificar los conceptos y delimitar el marco de debate, sino como guiño, por otra parte inútil, a los nacionalistas. Si lo que se pretende con semejante admonición es sugerir que en España coexisten ofertas identitarias y culturales diferentes, no estaría más que subrayando una obviedad harto conocida. ¿Es que acaso existe en el mundo alguna comunidad política uniforme desde un punto de vista identitario? Afortunadamente no. Aunque nos tememos que tal aberración sí encuentra su caldo de cultivo en un lugar, por otra parte perfectamente localizado: la calenturienta fantasía de los nacionalistas, la misma que promociona esa escalofriante quimera de comunidades monolíticas y uniformes, ideadas para moverse por el curso de la Historia como si de un solo hombre se tratase. Los precedentes históricos de esas ensoñaciones están bañados, huelga recordarlo, por océanos de sangre. También en nuestro país, ahora que exhuman al dictador. Lástima que con sus restos no se exhume también la joseantoniana idea de “unidad de destino”, paradójicamente tan de actualidad en nuestro país, remozada y actualizada por los nacionalismos centrífugos que pretenden desmontar por piezas el Estado.

España es, como cualquier otro contexto político democrático, plural en sus ofertas culturales e identitarias. No hay mucha duda al respecto. Más interrogantes han de surgir si pretendemos inferir de esa pluralidad identitaria la plurinacionalidad que los amigos de la tercera vía pretenden prescribir como analgésico contra los excesos supremacistas del nacionalismo. ¿Por qué? Básicamente por lo dudoso que resulta que haya tantas ofertas culturales e identitarias como Comunidades Autónomas existen en España. La descentralización autonómica respondió, como es bien sabido, a criterios de organización administrativa, y no supuso, como pretenden inferir algunos ahora, la culminación de un proceso inexorable para blindar derechos prepolíticos de origen pretendidamente secular. Así las cosas, ¿por qué en esa supuesta España plurinacional habría diecisiete naciones definidas? ¿Se sugiere que cada una de esas naciones sería una suerte de unidad de destino, identitariamente monolítica y uniforme? No cuesta percatarse de la endeblez del argumento. Si Cataluña es una nación, a nadie le costaría divisar dentro de ella sustantividad nacional propia del Valle de Arán, de Tarragona o de Barcelona. ¿Y qué hay de los barrios obreros? Pocas identidades más verdaderas que las que vienen configuradas en torno a la clase social. El cómputo de naciones podría dispararse hasta extremos dantescos.

Cuando se invoca la plurinacionalidad de un Estado, se vuelve a tropezar con la misma piedra de siempre: se yerra el horizonte de lo verdaderamente democrático. No se trata de que un Estado esté constreñido por múltiples particularismos nacional-identitarios, que inexorablemente desembocarán en la reivindicación de tratos diferenciales y privilegios que quiebren la igualdad de derechos, sino más bien de garantizar el carácter plural y laico del espacio político, de tal suerte que todas las ofertas culturales y alternativas identitarias sean respetables, siempre y cuando se garanticen los mismos derechos, leyes y obligaciones para el conjunto de los ciudadanos, sea cual fuere su lugar de procedencia. En vez de caminar hacia un ideal de Estados (o mejor aún, espacios políticos supraestatales) desnacionalizados, el PSOE parece querer patrocinar la proliferación de naciones sin Estado. La regresión en su estado más puro.

Cuando se predica que España es una nación política a la que da soporte jurídico un Estado – Social, Democrático y de Derecho, a pesar de todas sus deficiencias – no se lleva a efecto ninguna vindicación sentimental o emotiva. No se exige a Torra, Puigdemont o Junqueras que sientan España. Para que nos entiendan los padrinos de la plurinacionalidad: en un espacio político identitariamente laico nadie promulga autos de fe de pureza nacional. Al contrario de lo que ellos ambicionan para su Cataluña – esa que se pretende representante de la voluntad unívoca de un pueblo homogéneo y granítico, donde el que se sale de la fila se convierte inexorablemente en traidor, colono, mal catalán, o directamente extranjero – nadie en la España democrática exige adhesiones forzosas, ditirambos patrióticos, hagiografías, golpes de pecho o impúdicas manipulaciones sentimentales. En nuestro país es legítimo no sentirse español; lo que no resulta en modo alguno admisible es acometer la apropiación indebida de nuestra ciudadanía y decidir de manera unilateral sobre lo que a todos nos corresponde. Ni incumplir las leyes, que para todos rigen, y pretender después un trato de favor.

Trato de favor, por cierto, al que guiña el ojo, desbarrando de nuevo con estrépito, el ministro Borrell. Sólo así podemos entender la expresión de empatía hacia los mismos señores que están en prisión provisional por cometer un golpe de Estado contra un orden constitucional democrático. Expresar los mejores deseos del mundo para todo el mundo no deja de ser un ejercicio de pensamiento mágico. Pero podría tener un pase. Lo que sin duda lo tiene menos es que el ministro del gobierno de España – de los más preparados y presuntamente firmes frente al nacionalismo – guiñe el ojo a los representantes políticos del independentismo en prisión provisional. ¿Por qué a ellos? ¿Sugiere acaso que son presos de primera, acreedores prioritarios de las mejores muestras de empatía? Estar en prisión provisional, cabría recordarle al señor ministro, supone siempre y en cualquier ocasión una medida gravosa, es más, la medida cautelar más gravosa que pueda adoptarse en nuestro sistema penal. Deben concurrir indicios claros de comisión delictiva, y no vale con que se haya podido cometer cualquier delito, sino delitos para los que la ley prevé determinada graduación punitiva. Además, debe perseguir algún fin legalmente previsto, como evitar la destrucción de pruebas, la obstrucción a la justicia, el riesgo de fuga o el riesgo de reiteración delictiva. Cuando existen tantos y tan contundentes indicios de comisión delictiva, cuando las manifestaciones públicas de los representantes independentistas apuntan a volver a las andadas, cuando uno de los cabecillas del clan se encuentra fugado, entenderá el señor ministro que la gravosa medida cautelar adoptada no esté, al menos, exenta de sólida motivación. Sin la menor osadía, le invito a que dedique parte de sus inquietudes a aquellos otros presos, a los que sufren las prisiones provisionales que vemos a diario en los juzgados y tribunales, adoptadas con indicios de comisión delictiva sumamente más endebles, riesgos de fuga manifiestamente más difuminados, riesgo de reiteración delictiva harto más improbables. Mostrar esa empatía tan asimétrica, tan complaciente con una elite dirigente, tan inmisericorde con los de abajo, vuelve a destapar una verdad incómoda, nunca ajena, por desgracia, a determinada izquierda nominal, tan alejada de una izquierda real y autónoma que no le deba nada a los poderosos. Esa izquierda real, la que ambiciona la justicia social, la emancipación y la igualdad de todas las personas, con independencia de su lugar de nacimiento, debe desechar para siempre el viejo aforismo que subyace bajo las palabras del ministro:

Siguen fuertes con los débiles, y débiles con los fuertes.

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2 COMENTARIOS

  1. Ciego para no ver tus contradicciones. O peor, tu rabia te impide ver la verdad. Su delito, si es que lo fue, organizar un refrrendum. Donde tienes esos indicios, segun tu tan evidentes, del delito de rebelion? Todo tu articulo transpira rabia hacia la real y verdadera democracia?

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