Inmersos como estamos en la incertidumbre perpetua de la permanente duda, a renuncia puede sonar la mera proposición que, subordinada en este caso a la realidad que expresan los hechos, presagie no ya la ausencia de luz, sino más bien la cercanía de un largo periodo de tinieblas. Porque de la constatación de realidades otrora efímeras como pueden ser las que proceden de la certeza que emanan de silogismos tales como el que ha demostrado que una sociedad más informada, no garantiza en realidad la certeza de una sociedad más formada, es cuando al rango de inequívoco ha de alzarse el presagio en base al cual el no aceptar la intensidad del actual estado de fracaso en el que hoy estamos sumidos, no redundará sino en la perseverancia del mismo.
Muchos son los autores que desde hace tiempo vienen tratando el tema que bien podríamos aglutinar bajo el concepto de la paradoja del progreso abocado al desastre. Unos con mayor fortuna que otros, muchos a consecuencia de un desliz de razonamiento, otros haciendo de tal premisa el eje llamado a vertebrar la totalidad de sus consideraciones; lo cierto es que de entre todos ellos ha siso siempre ASIMOV el que hace más de 25 años logró cautivarme. Es así que a través de las páginas de lo que algunos gustamos en conocer como El Ciclo de Trántor (La tetralogía de La Fundación), para cualquiera que pueda mostrarse interesado; lo cierto es que a través de sus páginas, llamadas a imaginar un proceso futurista en el que por otro lado muchos acertamos a atisbar cierto parecido con Auge y caída de El Imperio Romano; el ingente escritor soviético nacionalizado después norteamericano y desgraciadamente a día de hoy ya difunto, logra encerrarnos en un proceso destinado no solo a deleitarnos, sino más bien encaminado a esconder tras un velo futurista, la certeza de que solo desde la comprensión activa del pasado más o menos remoto estaremos en disposición de enfrentarnos a la configuración de nuestro propio futuro, si no con garantías de no errar, sí cuando menos con la certeza de no redundar en errores de los que ya fuimos víctima.
Sea como fuere, y haciendo buena la premisa en base a la cual los conceptos, por esenciales, han de permanecer inalterables pues solo así albergaremos la esperanza de conservar algo siquiera como referencia, deducimos que habrán de ser los procedimientos arbitrados en pos de iluminar tales conceptos, los que realmente estarán llamados a canalizar los cambios que bien podremos sintetizar bajo el presagio de evolución.
Y como muestra, desde luego interesada, de los cambios sufridos por lo que nos hemos dado en llamar procedimiento, bastará la consagración de la evolución sufrida por los postulados llamados a describir el proceso de percepción visual (lo que comúnmente llamamos “ver”, a lo largo de los tiempos. Es así que en La Antigüedad, asumiendo en los griegos la esencia del primer proceder científico, la visión pasaba por ser la resultante del efecto de aprender la imagen que, fruto del rebote que se producía en los cuerpos a partir de unos rayos de luz que salían proyectados desde nuestros ojos, acababa por formarse en los mismos.
Lejos en mi intención el perderme en el análisis de la evolución que el procedimiento científico ha venido experimentando en los últimos dos mil quinientos años, no es menos cierto que no voy a perder la ocasión de llamar la atención del lector en la siquiera remota posibilidad de que uno de los motivos determinantes a la hora de presagiar la disparatada lentitud con la que en determinados campos y temas hemos avanzado pase inexorablemente por aceptar la propensión que como seres humanos sentimos a la hora de deleitarnos con cuestiones otrora pasajeras, capaces en todo caso de distraernos de los que comenzaron siendo nuestros verdaderos objetivos, sacrificando con ello de manera reiterada lo que en Política, al igual que en el resto de las acepciones humanas, cabría esperarse del concepto eficacia a saber, el logro de los objetivos con los que se dispuso un proceder, ejecutando éstos en el menor tiempo posible.
Por ello, cuando a lo largo de las últimas jornadas me he regodeado en el espectáculo al que se ha visto reducida la actividad pública (imagínense lo que será la privada) del ya a todas luces antiguo Partido Socialista Obrero Español; no he podido por menos que aplaudir la capacidad para ceder a lo superfluo en aras del sacrificio de lo esencial a la que, hoy por hoy, unos y otros se han rendido.
Y lo peor es que para el desarrollo de tal conclusión, no hace falta acudir a ningún tipo de reflexión vinculada de una u otra manera a alguna sesuda conclusión que procedente de ese soporte vital avanzado al que hoy queda ya reducida la Gestora, nos obligue a pensar un poco. La realidad, como no cabe ser de otro modo, pasa por analizar hasta qué punto lo contingente ha desbordado a lo esencial, lo efímero ha sustituido a lo llamado a ser eterno.
Porque solo desde tales parámetros, derrotistas y frustrantes, presagio no tanto del inevitable colapso, cuando sí más bien de la certeza de lo larga y sufrida que está llamada a ser la “travesía del desierto” a la que no solo el PSOE, bien cabría decirse que LA IZQUIERDA de este país, está abocada; podríamos acertar a elaborar las tesis llamadas a concretar la veracidad del protocolo desde el que el todavía viejo PSOE se ha lanzado a corregir el según ellos flagrante disparate que se ha cometido con la disposición en Ferraz de ese amago de sede de nueva corriente con el que, insisto, han intentado tenernos entretenidos a lo largo del periodo navideño.
No está en mi voluntad detentar ni por un segundo el cargo de defensa o acusación al respecto. Mas ello no es óbice para que no me permita un último lujo en forma de pregunta: ¿De verdad alguien está tan iluminado que de verdad se cree que son esos los problemas llamados a levantar al país contra las tinieblas que actualmente todo lo envuelven?
Si de verdad todo es cuestión de imagen y los problemas del PSOE no están en poner coto a esas insinuaciones que de perseverar, bien podrían terminar por erigirse en firme presagio de un futuro en el que primero la escisión, y luego su flagrante caída hasta la condición de partido regionalista converjan en la clara descripción de los avatares que en no más de diez años hagan sucumbir al partido; entonces verdaderamente, y como diría ASIMOV: que no de renuncia sino de ejercicio de responsabilidad habrán de ser tenidas las acciones de aquellos que, coherentes con el nuevo escenario, dirijan sus esfuerzos en pos no tanto de apostar por el progreso, cuando sí más bien de reducir al mínimo el tiempo de obscuridad al que inexorablemente la pasividad condescendiente de unos, y la actividad dramática de otros, han acabado ya por condenarnos.