Días como hoy me reconcilian con la vida, va pensando Javier Panizo, que se ha bajado del tren en la estación de Atocha, y está subiendo lentamente por la calle del mismo nombre -los pies separados, barriga hacia fuera, sonrisa en la boca- mientras disfruta con la ligereza de los atuendos de las hembras de hombre que se cruzan en su camino. Apenas transpira. Porque él aguanta perfectamente el calor. Días, como el de hoy, que tienen al país sumido en la depresión nerviosa y la desgana, a él le reconcilian con la vida. Panizo es así. Un elegido.

Atraviesa Antón Martín, tras coronar con éxito la cuesta que separa la estación del centro, y al llegar a la Plaza de Jacinto Benavente se encuentra con un reloj termómetro con los que el Ayuntamiento camufla sus soportes publicitarios. Mira el reloj para permitirse el lujo de decirse a sí mismo: que barbaridad, cuarenta, o cuarenta y dos grados, y yo aquí, tan fresco, como un rajá. Pero el Ayuntamiento siempre puede darnos una sorpresa. De verdad, cualquier ayuntamiento, y, también de verdad, siempre, siempre. Cuarenta y nueve grados. Está bien clara la cifra blanca y digital sobre el fondo negro y agorero de los relojes termómetro. No se lo puede creer, Javier Panizo, que tontería. ¿Cómo van a estar a cuarenta y nueve grados? Se habría desmayado ya. Habría moscas muertas sobre las aceras. No se vería ni un alma en la calle.

-Perdonen, pero ¿saben si está estropeado ese termómetro? Porque no me puedo creer que estemos a cuarenta y nueve grados. Nos moriríamos.

Se dirige a dos hombres, de aspecto no especialmente deshidratado, enmarcados por la puerta de un edificio sito en la misma acera que el teatro Calderón. Ambos le miran con largueza antes de que le responda uno de ellos, que quizá sea el portero del inmueble, o un señor que está esperando a su novia, o el amante del otro señor que tiene al lado, pero su identidad no es trascendente, aunque sus palabras sí podrían serlo.

-Ese bicho está siempre estropeao.

Respira, Javier. Claro, ¿cómo va a haber cuarenta y nueve grados en el centro de Madrid? Eso quizá suceda en el Sahara. O en el Kalahari. Pero, hombre de Dios, en su ciudad natal, no. En su ciudad natal el clima es imperfecto, pero tampoco se ha sabido nunca que tuviera fama de ser una sucursal del infierno. Avanza unos pasos más, dirección Plaza Mayor, y advierte, una gota se le ha metido en el ojo, que está empezando a sudar. Y, además, le cuesta respirar. No va a aguantarlo. Se agobia. No va a poder aguantarlo. La temperatura marcada por el reloj debe ser auténtica. Tiene que moverse despacio. Muy despacio. Así evitará caer en el suelo. Desmayado. Ese par de cretinos le han tomado el pelo. Ningún termómetro puede estar siempre estropeado en pleno centro. Comienza a sentirse francamente agobiado. Si pasa un taxi con aire acondicionado lo cojo ahora mismo. Pero no pasa ningún taxi. No hay un alma por las calles. A las siete de la tarde. Y hay moscas muertas sobre las aceras. ¿O son manchas del pavimento? La vista del héroe ya no es la que era.

La situación no puede ser tan desesperada, intenta animarse a sí mismo. Hay un grupo de tres personas caminando en su misma dirección. Le adelantan como si sus zapatos tuvieran turbo deslizamiento aerodinámico y las sandalias de Javier Panizo sufrieran un bloqueo de los frenos. No sudan. Su aspecto parece bueno. Excelente, incluso. ¿Es que no se han dado cuenta de que los termómetros marcan cuarenta y nueve grados, que el mundo está a punto de acabarse, que hay moscas muertas sobre los aceras, o manchas, o lo que sea?, y que Javier Panizo ya no tiene fuerzas para dar un paso más, y se sentaría, si lo hubiera, en un banco, y está a punto de hacerlo en cualquier sitio, en un soportal o en la misma acera? Consigue, la voluntad del héroe, llegar hasta la siguiente plaza, y como quien mira el horizonte en el desierto levanta la vista hacia el reloj termómetro instalado enfrente del Palacio de la Santa Cruz, aunque primero toma la precaución de agarrarse al pasamanos metálico que, extrañamente, no calcina sus dedos. Cuarenta y un grados. Respira. Sólo cuarenta y un grados. Gracias a Dios. Que alivio. ¡Que horror! Cuarenta y nueve grados. Si aún se le abren las carnes sólo de recordarlo. Pero cuarenta y uno ya es otra cosa. Una temperatura perfectamente soportable. Basta con caminar despacio. Los pies separados. La barriga hacia fuera. El pensamiento positivo instalado en su cerebro. Pero, ay este Panizo, no consigue hacer que la sonrisa retorne a sus labios, que ahora siente resecos. Aún le cuesta un poco llenar de aire sus pulmones. Y resulta evidente que continúa haciendo mucho calor, como lo prueban las gotas de sudor que se deslizan por su cara de rubio agotado ¿Y si fuese el termómetro situado frente al Palacio el que estuviese estropeado? ¿Y si en verdad estuviesen a cuarenta y nueve grados?

La moraleja de este cuento es que la vida no permite a los javierespanizo que se reconcilien con ella durante mucho rato.

Pero a Panizo las moralejas le importan un cuatro, y por si las moscas de las aceras eran realmente moscas, se ha metido en un bar con aire acondicionado, de dónde no piensa salir hasta que den por la tele los grados a los que está, oficialmente, Madrid. Porque es posible desconfiar de los termómetros del Ayuntamiento, pero de la televisión hay que creérselo todo. Es como un oráculo. Hortera, pero sagrado.

 

(Este artilato, mucho más relato que artículo, es también el cuento-capítulo número 68 de EL AÑO DEL CAZADOR, obra de Javier Puebla que sólo se puede adquirir previo acuerdo personal con el autor. No se vende en librerías ni en ningún tipo de establecimiento público; tampoco a través de internet. Las mínimas correcciones sobre el original han sido mecanografiadas por Ángel Arteaga Balaguer).

 

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