Últimamente asistimos al advenimiento del fin de la crisis, ese que basado en cifras macroeconómicas anunciadas a golpe de titular electoral nos presentan una nueva España resurgida de las cenizas de la marchita economía. Así, y mientras a golpe de corneta los profetas de la nueva economía liberal hacen buenas las doctrinas del recorte y la limitación de derechos como hechos fundamentales para explicar el fin de la crisis, las realidades cotidianas de la mayoría de la ciudadanía constatan que, lejos de acabar, la crisis sigue siendo hoy algo presente en miles de hogares de nuestro país, donde las economías familiares han llegado ya a su tope de resistencia tras años de aguantar un chaparrón de recortes insolidarios y pérdida de derechos laborales, que hoy arrojan unos datos abrumadores de empobrecimiento de una sociedad,  la nuestra, la de un país en donde el 30% de su ciudadanía esta en situación de pobreza y dos millones de niños y niñas pasan hambre.

Estos son los campos de batalla de la sinrazón liberal y conservadora, campos llenos de precariedad laboral. Las víctimas han sido los padres y los hijos de las clases trabajadoras, los primeros por haber sido despedidos a través de la maravillosa flexibilidad del mercado tan demandada por los gerifaltes de la derecha, los segundos como carne de cañón para el mecanismo laboral de las empresas que, ávidas de rellenar los huecos de esos padres ya “improductivos”, vieron  la oportunidad de contratar a precio de mercado africano a jóvenes de esos de la generación “jasp” sobradamente preparados que hoy mendigan por un salario de 600 euros y celebran alcanzar el sueño de ser un mileurista explotado por una crisis carnívora que ha devorado todos los pilares del bienestar pactado entre la clase trabajadora y el sistema capitalista. Así, el sistema imperfecto se fagocita hoy de las oportunidades de una crisis que ha conseguido dinamitar  a la clase medida y generar cada vez más distancias entre aquella minoría que sigue progresando en la crisis y esa inmensa mayoría que sufre las consecuencias de la misma. Hecho este que pone en claro riesgo la estabilidad de un sistema en donde muchos sobreviven y unos pocos viven. No por menos, y como ya vio Ford, una clase media trabajadora que no tiene capacidad de gasto e ingresos en nada ayuda a la actividad económica de un país.  Hecho este que parece claro a raíz de la destrucción de empresas pymes y ante la cada vez mayor precaria situación de las arcas públicas, incapaces de llevar a cabo medidas de estimulo financiero keynesiano que reactiven los motores económicos de España.

Hoy ya no existe pacto ni tampoco pilares del bienestar que en su base y estructura se encuentran con una aluminosis de tal índole que llega hasta la propia bóveda de los principios constitucionales de nuestra Carta Magna.  Así, la igualdad hoy brilla por su ausencia en un país en el que cada vez existe mayor desigualdad  y pobreza, la libertad se recorta a golpe de leyes mordaza que limitan la capacidad del pueblo de demandar cambios para el presente y el futuro de sus hijos e hijas y la justicia no se siente como tal ante los episodios de escopeta nacional que en nuestro país se dan de manera permanente.

Y ante este panorama real y palpable de la cercanía que cada uno de nosotros inhalamos en las calles y plazas de nuestras ciudades o pueblos, vendrán los marketianos eslóganes de campaña hablando de lo bien que van las cosas y lo formidable que se presenta el futuro, del esfuerzo que hemos hecho para salir de una crisis económica que sólo ha servido para resituar las piezas del tablero de una transición democrática a favor del poder en cualquier de sus formas y al empobrecimiento de una ciudadanía que hoy ve como sus mejores generaciones vuelven a coger las maletas de cartón del siglo XXI para salir, y lo que es peor, no volver a un país, España, en donde  el blanco y negro vuelve a ser el color de las esperanzas de un pueblo hastiado.

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