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Corrupción

Daniel Múgica
Daniel Múgica
Daniel Múgica es novelista, dramaturgo, guionista y director de cine. Es autor de "La Dulzura"
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análisis

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Cuña del nefasto legado de la dictadura franquista es la corrupción. Explica pero no justifica su abundancia: la región más corrupta por número de enjuiciamientos es Andalucía, gobernada por el PSOE; el partido político, el PP. No se libra ninguna organización, ni siquiera las emergentes que lo niegan: Podemos y Ciudadanos, la última, que se sepa hasta el presente, con los casos Cañas, Cazorla, Espartinas, Logroño, Rojo y Soler. Sería de tarugos afirmar que las corruptelas no son corrupción en estado de ebullición igual que lo sería concluir que el terrorismo de baja intensidad, la kale borroka, tampoco lo es. Lo peor del mal endémico es que infecta la moralidad de la nación de manera piramidal. Algún empresario o ciudadan@ cae en una triquiñuela histórica de libro, reproducir, considerándola normal o norma, actuaciones que ocurren en la estratósfera del poder. Si el poder legislativo en sus tres niveles, nacional, autonómico y local, la ejecuta, que me impide a mi, el gobernado, o el tutelado (forma de gobierno inherente a los populismos) ser un escamoteabolsillos.

Uno no se sorprende cuando el no tan honorable Pujol resulta acusado de corrupción, utilizando a su señora y sus vástagos, en el banquillo de los acusados y alguno entalegado, emulando el clásico “Alí Baba y los cuarenta ladrones”, perteneciente a “Las mil y una noches”, fechas superadas con creces por nuestro deporte nacional: la querencia de lo ajeno. Y menos cuando se ramifican en innumerables piezas que afectan a distintos juzgados, con lo que su instrucción y a posteriori los juicios se eternizan hasta exasperarnos en una maraña que tarda demasiado en finiquitarse.

El sentido común, por lo general escaso, indica que todas las manzanas pútridas deberían acabar en una cesta a crear, una única fiscalía anti corrupción, lo que no interesa a nuestros partidos, pues carecerían de menos tiempo para escabullir pruebas; presionar a una judicatura que, pese a ellos, no lo permite; convencer a los empresarios o funcionarios para que no tiren de la manta; marear la perdiz o esconder la cabeza; alegar a perpetuidad desconocimiento atribuyendo el delito a militantes de alcurnia descarriados; defender a capa y alfanje su decencia desdicha por evidencias probatorias; no discutir de ello al hallarse en tramite en los debates electores entre candidatos, lo necesario que calmaría a una ciudadanía muy amoscada con razón; y al cabo, evitar el mea culpa. En España (salvo los ministros Manuel Pimentel del PP y Antonio Asunción del PSOE, hombres honorables que jamás cometieron corruptelas) ningún político dimite, lo natural en la mayoría de las democracias europeas. No recuerdo que alto cargo francés se gastó un potosí de los impuestos en una cena sin venir al caso, y, al ser descubierto, dimitió. Aquí se les expulsa de los partidos al ser imputados, craso error en el que coincido con el presidente Rajoy, que aclara con sensatez que el imputado, terminada la causa, puede salir inocente, y que es una barbaridad arrojarle al vacío. Al echar a los perros a un imputado se vulnera uno de nuestros pilares, la presunción de inocencia. Lo racional sería apartarlo de su cargo y sustituirlo hasta que se conozca lo sucedido. Será que en estos lares tendemos al tremendismo. El socialista que suscribe está de acuerdo en este caso, y en otros, porque negarlo, con un presidente conservador. Pero en la España de charanga y pandereta, acoquinada con el presunto guerra civilismo que no es tal, no se admite pensando de modo acaso taimado que se conceden puntos al contrario. Es lo opuesto, se asume el valor de un partido que ha vencido al cosechar 7.5 millones de votos. Habrá que reconocer entonces que los demás partidos no hemos sabido leer las aspiraciones de lo españoles ni ganar a los populares. En esa estamos los demás, en el magín de un nuevo proyecto para vencer al adversario, lo lícito en política, y lo obligado.

En los escándalos de corrupción, en el terruño en donde gobierne un partido, cualquiera, éste, en relación a los propios, con tal de lavarse la cara o de gastarse la plata del contribuyente en cosméticos, edifica con mondadientes frágiles comisiones o subcomisiones de investigación. En las mentadas rogatorias las otras organizaciones no afectadas por el desplume, no cosen, no cantan, no cuentan, no pegan. Se les limita la información, se les acusa de oportunismo o de asaltar el castillo al margen de la circunstancia, ficciones inventadas por las comisiones unicelulares de los partidos que consiguen salir airosos aventando la ceremonia de la confusión: una trampa. Y de esta guisa prosiguen todos los partidos, evitando la evaluación con luz y taquígrafos de sus cohechos y prevaricaciones y malversaciones, denigrando la democracia en vez de muscularla con la verdad, que siempre es un ejercicio de humildad y como tal engrandece.

Viéndoles entrar en la trena, ¿de qué se ríen los corruptos? La interrogación alegra porque la respuesta radica en su estupidez. Creen que les librarán de las rejas sus compinches, lo que no ocurre gracias a un sistema de derecho lento pero eficaz. El forajido que la hace la paga, caiga quien caiga.

Añadir que gran parte de los funcionarios son gente honesta y que el ruido lo propagan unos cuantos por adueñarse de cantidades descomunales. Ahí se jodió Zabalita, que escribió el maestro Mario Vargas Llosa.

 

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2 COMENTARIOS

  1. Perfecto… bien escrito, mejor argumentado y que todos escribimos. País y políticos de pandereta. Felicidades, Daniel.

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