Veíamos en Drácula, aquel verano, apenas a un viejo contraído, alumbagado; un anciano que había perdido la sonrisa en algún cuello y que trataba de seducirnos con sus ojeras de mandarín griposo. Drácula no era más que un viejo verde con sed roja; un bobo artificio, vamos.

Era entonces cuando uno punteaba con el codo el otro codo de la butaca de al lado.

–¿Te gusta la película, Elena?

Estas cosas había que preguntarlas. Era importante saberlas. Sobre todo cuando dos horas antes se han introducido los deditos criminales en el monedero de la madre; tan sólo hallé un billete, un único ejemplar en soledad manifiesta, que no es lo mismo que un billete embozado por un gabán de billetes.

–Bueno, me entretengo. A mí es que las películas de miedo… No sé… Me dan un poco lo mismo. ¿Por qué no te acercas a por una Mirinda?

¡Aquel billete ya no volvía al monedero de mi madre ni en recortes de cobre! Porque yo quería besar. Era la edad en que se cuentan los besos correspondidos hasta que duelen los dedos de pies y manos, por más que el cómputo oscile siempre entre el cero y el dos. En eso consiste apenas la infancia: contar los besos. Cuando uno le pierde la pista a esas redenciones momentáneas, los labios ya nunca serán los labios y la boca se convierte en un vulgar matasellos.

–Aquí tienes. Es que con lo de la entrada sólo me ha llegado para esto.

Y volvíamos a la pantalla separados por una indiferencia de gritos en blanco y negro. Mi mano, la mano del retrete y de hacer píldoras, la mano que palpaba el culo circunspecto de mis primas con las catorce falanges empalmadas, mi mano, desconfiada, trepaba una espalda desconocida con prudencia arácnida. Drácula se parecía cada vez más a mi abuelo y Elena chupaba con insistente brevedad en la botella de refresco. Yo era aún el depredador neófito que piensa que su mala conciencia suena por amplificado dentro de la cabeza de sus víctimas. Era inútil, por tanto, un ataque por sorpresa, ya que en los merodeos del amor uno creía haberlo intentado todo.

–Pero si me prestas veinte pesetas puedo traerte una bolsa de pipas.

Puso una moneda grande sobre el hombro que rozaba mi mano y sonrió. Era tan mujer que daba miedo.

–Sabía que iba a pasar esto, chaval.

–¿Pasar qué?

–Me pregunto de dónde has sacado el dinero. Eres un muerto de hambre.

–Lo he robado –confesé–. Para ti.

Entonces ya no sonrió, y se encogió de hombros, fluyendo así la moneda hasta el claro del escote de su vestido. Quizá –no lo recuerdo– volviera a sonreír en la penumbra.

–¡Qué torpe soy! –era toda una artista–. Me parece que nos vamos a quedar sin pipas. A no ser que se te ocurra algo…

Me sentía inmenso y también minúsculo. Cuesta demasiado hacerse a la idea de que te vas a salir con la tuya, así de repente. Palpitaba en mi rostro la sospecha de mostrar en cualquier momento, ojos contra ojos, el gesto más incapaz, el rictus más ridículo, la mueca más primaria; y posteriormente me ha asaltado con otras mujeres un miedo idéntico, una vergüenza equina de perder el control del rostro por culpa de los nervios. Elena tenía unos senos imprecisos, breves, momentáneos, y la pubertad asomaba en ellos como un milagro irrefrenable. Entonces, quizá por presumir que unas cosas han de hacerse antes que otras, probé a besarla.

–Toca si te atreves, pero nada de chuparnos las babas, ¿vale chaval?

Drácula, cegado por la pureza protónica del crucifijo, escupió uno de esos ventarrones eléctricos sólo concebibles en los varones de mi familia al dormir la siesta. De manera que descendí a buscar la moneda, qué remedio, con el deseo circunscrito y ningún afán por encontrarla. Era aquélla una piel nueva, y nada me emocionaba más que ser admitido en ella. Las primeras tetas nunca son pequeñas, ya que las manos agradecen más que los ojos, y quizá sea por eso que uno hilvana y desmadeja los dedos con menos lírica que empirismo. Estaba preparado para afrontar los ríos de la península, la tediosa ortografía y todos los problemas matemáticos de trenes que se encuentran en un punto exacto y absurdo. De lo que no había oído una sola palabra era de cómo debía acariciarse el pecho de una mujer.

–Se lo voy a contar a mi hermano. Y te va a partir los morros.

Retiré mis manos, confuso e indignado, pero Elena las volvió a su sitio con una sonrisa luciferina.

–No te pongas nervioso, chaval, si te va a dar lo mismo… De las hostias ya no te salvas.

¡Era como para volverse loco! No sabía si gritar Jerónimo o si atrincherarme en mis bolsillos. Pero de repente, empujado por un vertiginoso soplo de valentía, me arranqué a sus labios. Al recibir la estacada, Drácula abrió unos ojos donde aún se mecían las últimas plaquetas del almuerzo. Fue un beso largo y rígido, un beso inexperto en que dos lenguas se abofetearon, en que nuestros dientes se batieron en duelo y en el que se forjó arrojadizo un solo aliento.

Los últimos títulos de crédito nos sorprendieron a solas con el acomodador.

–Largaos a casa, mocosos.

Al despegarnos, Elena ya no conservaba aquel rostro de Salomé de barrio, sino un semblante bobo de ojos vagos y boca entornada.

–Ningún chico me había besado así. En realidad… Bueno, es la primera vez que nadie me besa.

Corrí hasta casa por las calles sedientas de la medianoche, contando los murciélagos que revoloteaban bajo la luz amarillenta de las farolas, ya sin temor al reencuentro con mi madre, ya sin pensar en los nudillos del hermano de Elena, contando las zancadas, los rincones oscuros, las matrículas capicúas, las baldosas rojas y las baldosas blancas, y contando los besos, uno, dos, tres, uno, dos… tres, rebañando aquel romance de vampiros o pirañas, todavía aún más nítido en mis labios que en la memoria.

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