El Sol deslizaba sus rayos por el arenero del patio. Apenas soplaba la fría brisa de la mañana anterior y las jóvenes hojas de los árboles que rodeaban la valla seguían en su progresión al verde, echando a las flores de las ramas. Alumnos, familiares y profesores iban llegando al colegio sintiendo por fin el cambio de estación: con chaquetas en lugar de abrigos, y quizá más sonrientes. Los días luminosos y con temperaturas agradables suelen causar ese bello efecto en las personas.

Sin embargo, el rumor que empezó a circular en las clases de tercero y quinto fue encapotando el cielo escolar: el fin de semana anterior, un padre de familia la había emprendido a tiros contra la puerta de un vecino del barrio. Al parecer, se había equivocado de domicilio: creyendo que arremetía contra la puerta de su cuñado, descargó dos cartuchos de su escopeta de caza al grito de «¡Piojoso hijo de puta, te vas a reír de tu puta madre!». Afortunadamente, el piso estaba vacío. No los otros del descansillo, cuyas puertas permanecían cerradas esperando que pasara la tormenta. Fue el destinatario de la ira quien avisó a la Policía, que diez minutos después pudo atrapar al energúmeno, ya sin el arma, pero con restos de pólvora y en delirante estado de excitación. Bastan unas horas para atar cabos y desentrañar un rumor y convertirlo en noticia. En un colegio de barrio es factible.

En un colegio con una tasa de absentismo tan alta, uno acaba por no alarmarse cuando falta tal o cual alumno. Pero casos como el de la escopeta aún guardan motivos para la perplejidad.

Dos semanas después, cuando los hijos de la familia agredida (o, más bien, la que se salvó de la agresión en la puerta) ya volvían a acudir con regularidad, empezaron a faltar los alumnos de otras dos familias. Otro suceso violento un par de días antes: dos madres se habían enzarzado en una trifulca que acabó en batalla campal. Una de las madres perdió la dentadura (toda), a otra le arrancaron una oreja de cuajo y la Policía, avisada, hubo de intervenir con equipamiento antidisturbios (porra, casco y escudo). El incidente se produjo a escasos doscientos metros del colegio, en las inmediaciones de una terraza en la que otros vecinos tomaban un café matinal, con la primavera en todo su esplendor. La ira no entiende de buen tiempo; incluso el tiempo puede ir acumulando enconos de varias generaciones, lejos de curarlo todo.

Si es la primavera la responsable de que la sangre se altere, no podemos concluirlo. Menos aún en un centro escolar en el que durante todo el año ha habido familias asomadas a los patios tras la valla: pasando comida a hijos y sobrinos, excusa que aprovechaban para aleccionarlos en la ley del Talión contra otros niños, y por más peticiones que les hicieran los profesores para que desistieran de hacerlo. Se llegó a colocar carteles con este mensaje: «Se ruega que no pasen comida a los alumnos a través de la valla». No era extraño presenciar cómo un grupo de cuatro alumnos de nueve y diez años acudían prestos a amedrentar a un pobre infante de cuatro años. A veces con consignas de casa, a veces espoleados directamente por los adultos fuera del recinto, asomados a la valla como quien asiste a un espectáculo de gladiadores en el Coliseo.

A pesar de todo, este curso había transcurrido apaciblemente si se comparaba con el precedente, en el que hubo una decena de amenazas violentas de padres a docentes, hasta que una profesora interpuso una denuncia contra un padre que la había injuriado y la había amenazado desde la valla.

La Administración educativa estaba informada en todo momento por parte del equipo directivo, pero jamás se vio reacción por su parte.

Habría parecido fácil estipular medidas coercitivas para frenar esos desmanes y aquellos otros que, de menor intensidad, también impedían el adecuado funcionamiento del colegio (impuntualidad generalizada, el citado absentismo, la escasa implicación de las familias en el desarrollo de sus hijos…). Pero no, no era nada fácil. En realidad, ya estaban establecidas unas normas en el plan de convivencia del centro, en el reglamento de régimen interior. No se podían aplicar de manera estricta y eran enormes los esfuerzos que se hacían por mantener un equilibrio que mejorase la convivencia, estimulara el aprendizaje del alumnado y fomentara interés y respeto real de las familias hacia la escuela.

Próximo el final de curso, era sabido que dos tercios de la hastiada plantilla docente no seguirían después del verano. Eran maestras y maestros curtidos en mil batallas, antaño convencidos de la función compensadora de desigualdades de la Escuela. Es fácil decir que no estaban solos arguyendo que se tenían unos a otros, pero todo tiene un límite: la vida personal de cada uno de estos docentes se había ido convirtiendo en una pesadilla y necesitaban retomar el hilo con una realidad amable, lejos de las preocupaciones y los quehaceres que durante cada día del curso habían ido cargando a sus espaldas, ante el silencio y la inacción de inspectores y subdirectores del Área. Aunque, realmente, todos sospechaban que estos meros esbirros ya llevaban años con un plan bien trazado: relegar la escuela pública a un mero residuo, especialmente en zonas social y económicamente deprimidas. A los máximos responsables les importaba un bledo el absentismo escolar de los más desfavorecidos, como había quedado patente durante los últimos años. No solo en este colegio. No solo desde el abandono de la escuela pública, sino también apoyado por la escandalosa falta de medios de los Servicios Sociales, precisamente en los años en que el desempleo más arremetía contra las clases sociales más hundidas. Los líderes políticos estaban determinados a llevar hasta el final las medidas reaccionarias que fueran pertinentes: abolir cualquier atisbo de democracia en la escuela y reinstaurar el totalitarismo desde la base. Disfrazado de «colores» (éxito individual, emprendimiento, superioridad intelectual…), ya se había ido forjando una sólida estructura de colegios para aquellas clases medias que pudieran costearlos.

Si nadie hacía nada por remediarlo, el curso siguiente sería así: «Isabella cruzaría la valla como cualquier mañana lectiva. Y Santos, y Giorgina, y Eleazar, y Lola, y Raúl… Pero, cuando se levantara la niebla, las canastas, las paredes y las puertas seguirían grises. Incluso más que con la niebla. Se mirarían extrañados unos a otros: también estarían grises sus compañeros, y los profesores, ¡como cada uno de ellos! Sus manos, sus abrigos, sus rostros. El gris de posguerra habría inundado todo el colegio. Ni rastro de murales. Un carboncillo habría empapado de pintura mohosa y desconchada las paredes de los pasillos. Las pizarras estarían incrustadas en el yeso de un entorno tan mineral como una caverna. Las únicas imágenes no serían rupestres (tampoco estarían tan alejadas en el tiempo): un crucifijo y una foto de Franco en cada aula. Sería gris también el olor de la humedad, con ligeros toques de naftalina. El mobiliario no sería gris, pero las sillas y las mesas habrían desaparecido para dejar sitio a viejos pupitres de madera carcomida. Los más viejos del lugar no creerían lo que estaban viviendo, aunque solo hubiera cambiado el envoltorio, pues los contenidos seguirían siendo los mismos. Salvo algunos detalles: todas las mañanas empezarían con el Cara al Sol y la asignatura de Religión (católica, por supuesto) sería diaria».

¿Se conseguiría así un respeto real de las familias del barrio hacia la escuela? Sospechamos que no. Eso ya no importaba.

 

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