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El cóctel de la Almudena y el váter

Religión y nacionalismo

Guillem Tusell
Guillem Tusell
Estudiante durante 4 años de arte y diseño en la escuela Eina de Barcelona. De 1992 a 1997 reside seis meses al año en Estambul, el primero publicando artículos en el semanario El Poble Andorrà, y los siguientes trabajando en turismo. Título de grado superior de Comercialización Turística, ha viajado por más de 50 países. Una novela publicada en el año 2000: La Lluna sobre el Mekong (Columna). Actualmente co-propietario de Speakerteam, agencia de viajes y conferenciantes para empresas. Mantiene dos blogs: uno de artículos políticos sobre el procés https://unaoportunidad2017.blogspot.com y otro de poesía https://malditospolimeros.blogspot.com."
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análisis

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Opino que el hombre es un ser “pasivo”. Pero no en el sentido que le da el diccionario (“adj. Que implica falta de acción o de actuación”), sino como partícipe del verbo “pasar”, un ser que pasa por la vida y que, también, “la pasa”, trasmite vida. Pasamos por la vida mientras nos pasamos vida los unos a los otros. Pero este pasar sucede bajo una presión, un peso: el que da la oscilación tan humana entre el límite de lo finito (todo pasar queda limitado por la futura muerte del individuo) y lo infinito imposible (la libertad plena inalcanzable para el ateo, la divinidad del Dios para el creyente).

Pienso que el Dios no da libertad, pues es totalidad. La infinitud del Dios es extraña, pues es una infinitud cerrada, delimitada por Él mismo si es totalidad: su Presencia, cierra; es acaparadora. Y, para el ateo, la libertad es inalcanzable y nunca puede ser total, el hombre avanza “en” libertad, adquiriendo libertad en ese pasar. Supongo que, para el creyente, el Dios, si es totalidad, no es relevante si es infinito, no se avanza hacia Dios, sino que se está, en Él, mostrando una infinitud interior pero limitada por la creencia: sin creencia, no hay Dios. El Dios deviene un ensimismamiento de esa creencia, y fija al hombre en la totalidad divina. Esta “fijación” hace innecesario el sujeto del “Ser”, prescindible, y tal vez por ello el místico (el que penetra en esa totalidad del Dios) intente desembarazarse de su propio sujeto: se ensimisma en la totalidad del Dios, buscando fundir su identidad en el sujeto total e identitario del Dios. Por otro lado, el ser pasivo, el que pasa por la vida persiguiendo esa libertad inalcanzable, se sirve de su identidad como sujeto, para sostenerse (de hecho, “sujetarse”) a sí mismo en ese pasar. Y en ello reconoce el pasar del otro.

En este sentido (que es una visión propia, y qué voy a saber yo si errónea o no), el nacionalismo es semejante a la totalidad ensimismada del Dios. La Nación también pretende que el individuo abandone su sujeto y se lo ceda a la Nación (que es “total”) en un “somos” (somos españoles, somos catalanes, somos franceses), y que no es un conjunto de sumas de “yo soy”, sino que deviene un abstracto que pertenece a la Nación. El hombre cede su “pasividad” a la Nación como una liberación de esa presión entre lo infinito y la finitud de la muerte, causando, por un lado, que la muerte del individuo importe poco (porque su sujeto está en la Nación, es la vida de la Nación la que importa) y que permite justificar la muerte individual en tantas guerras; y, por otro lado, el hombre nacionalista, al ceder su “pasividad” a la Nación, también le entrega (o sacrifica, no sé) su posibilidad de adquirir libertad.

La Religión y la Nación no creo que sean un consuelo del hombre, como a veces se dice. No entiendo aquí religión como la creencia individual (e intransferible) de un individuo, ni entiendo la nación como la relación personal de cada uno con su cultura (y tradiciones y símbolos), sino como esos conjuntos que diluyen el sujeto del individuo: la religión de masas, la nación forjada en las masas. Así, pienso que no ofrecen consuelo más allá que como un justificativo que vela (vigila y oculta) por la pérdida de esa subjetividad: y por ello, religión y nación, entregan respuestas ante la imposibilidad de generar preguntas. El Dios y la Nación son, al final, la única respuesta.

ANTISEMITISMO E ISLAM

Debo subrayar mi ignorancia respecto a la religión judía, pero, aun así, me lanzaré, pues me fascina la posición de cierto judaísmo: ese que cuestiona sus propias escrituras, que las interroga y debate en torno a ellas, que mantiene el sujeto del individuo y que ha propiciado una impresionante fertilidad de pensamiento humanístico a lo largo de la historia. Aquí, vendría a colación el porcentaje de judíos que han ganado el Nobel (cerca del 30% de premios), y empezar la retahíla de individuos judíos o de origen judío: Jesús, Marx y Freud, Einstein y Spinoza y Steiner, pero podríamos decir Bob Dylan o Modigliani. Parecería un panfleto, y no va por ahí.

Desconozco si, en el fondo, es un judaísmo impregnado de ateísmo. Seguramente es una gran incorrección, pero sí pienso que la humanidad le debe mucho a un judaísmo que no ha sucumbido a la totalidad del Dios… y que, tras la segunda Guerra Mundial, también ha perdido cierto humanismo al tener, por fin, una Nación (Israel). Pues (ya lanzándome al fondo de mi ignorancia al respecto) diría que ha sido precisamente la ausencia de Nación, de vivir en la diáspora, en un “pasando”, de mantener esa “pasividad” en la vida, lo que les ha mantenido aferrados a su propio sujeto. Ese cuestionamiento que requiere la individualidad del pensamiento frente a la “aceptación colectiva”, es, en cierta manera ateo: uno debe vivir “como ateo” y como tal tomar las responsabilidades propias hasta sus últimas consecuencias. No como una negación del Dios, sino actuando como si al individuo no le compitiese la existencia o no de este. En cierto modo, este ateo responsable de sí mismo, sería más cercano al Dios que la tradición, por ejemplo, católica de palio y peineta, de mantillo y cantos a la novia de la muerte. Al fin y al cabo, uno entra en una iglesia y todos los santos que ocupan capillas laterales, ¿no son fetiches? El santoral, ¿no es, en cierto modo, una especie de paganismo o deshilachar lo Único en pequeños lares más cercanos a la necesidad individual de cada uno?

He hecho referencia a todo lo anterior porque lo relaciono con el antisemitismo que suele aflorar en muchos nacionalismos. Un antisemitismo no tan basado en que crean en un Dios así o asá, en ese rito o ese otro, sino en la afrenta y peligro para la Nación que radica en la intención de mantener el propio sujeto. Y, por ello, los nacionalismos (ya con fascismo) suelen decir que “se defienden” de los judíos. Y disculpen la simpleza de mis argumentos, no pretendo frivolizar, sino dar una visión. Pero puede parecer que lleva a confusión: un servidor no defiende el judaísmo, sino que es contrario al antisemitismo. Uno cree que las creencias (o fe) de cada uno, deben ser esto: de cada uno. Y por ello, con toda tranquilidad, uno puede condenar las salvajadas del Estado de Israel sin ser antisemita. Y uno puede alabar las excelencias que nos ha propiciado el pensamiento judío sin ser sionista.

Ya puestos: la extensión (que no la aparición) del cristianismo, se encuentra con unas naciones ya dadas. No uso el término “naciones” con corrección, tal como lo que son hoy en día. Tal vez debería decir “nacionalidades”, o culturas

afianzadas, pero son sociedades a las que, cuando llega el Dios, este, en parte, debe “compartir” su totalidad con otra totalidad existente. Lentamente, qué mejor que hacerlo a través de un rey, “bendecido” por el mismo Dios, y se entrelaza la religión con las monarquías estatales y absolutas. Sin embargo, el Islam no se extiende por el norte de África sobre naciones dadas (Egipto, por ejemplo, es entonces una provincia del Imperio Bizantino), hasta toparse con la primera nación, los francos, pues traspasan un Reino Visigodo que era algo todavía lejano a una nación o cultura afianzada. Todo a grandes rasgos y por los pelos, muy por los pelos, que la extensión del artículo obliga, pero podría decirse que el nacimiento de España como Nación es “consecuencia” de la entrada del Islam. Lo anterior es solamente para decir que el Dios del Islam no comparte su totalidad con nación alguna. Su nación es el Islam mismo. El rey de un país islámico no es “divino”, sino sometido a esta divinidad. Y, en este sentido, el Islam siempre es totalitario. Y no me saquen esto de contexto ni me lo mezclen con las creencias de cada uno. He residido y viajado por una docena de países musulmanes, y la mayoría de personas de mi edad que he conocido viven su creencia (o no) como la mayoría de cristianos que conozco. Hablo en un plano más teórico, pero en el cual podría verse la “dificultad” para establecer regímenes democráticos (donde prevalece el sujeto propio de cada individuo) en estos estados. La abolición de las monarquías absolutas europeas (que compartían la totalidad con el Dios) facilitó que su totalidad se trasladase al pueblo (democracias), pero en los regímenes islámicos es difícil decir qué hay que compartir si la totalidad pertenece toda al Dios.

Parece que el hombre intente imponer una totalidad, ya sea desde la Nación o desde la Religión. Y, parece ser, que la mayoría de los hombres gustan de cederse a ella. Tal vez sea ese “miedo a la libertad” que nos dijo Erich Fromm.

De todos modos, lo totalitario siempre acaba coincidiendo: la mezquita de la “almudayna” (“Ciudadela” en árabe, o recinto interior de una ciudad para dominarla), ahora es la Catedral de la Almudena en el monárquico recinto del Palacio Real, y es el lugar que la familia de Franco desea como sepulto del dictador. Claro que sí. Aunque, ironías del destino, precisamente allí es donde se situaba la “judería nueva” de Madrid. Si, al final, será cierto que Dios los cría y ellos se juntan.

Quedará, en pleno centro capitalino, un nuevo Kilómetro Cero, una piedra negra alrededor de la cual gira sin parar una sociedad incapaz de desembarazarse de su totalitarismo: y no porque cierta clase política no desee desligarse de este, sino porque una gran parte de la población prefiere no condenarlo, no cortar lo que nos ata a un peso que nos impide “pasar”, que nos retiene anclados en la posibilidad que el fascismo tuviera algún tipo de validez. Y eso permite esta continua latencia del fascismo en la vida política española. Tal vez deberíamos plantearnos si ese cuerpo, el del dictador fascista, es algo más que un cuerpo, si es un símbolo que deshonra la democracia (el pueblo, sea de izquierdas o de derechas), si como símbolo de los totalitarios no pertenece solamente a su familia y pasa a ser una cuestión de Estado. Entonces, tal vez, ya que no tuvimos una Plaza Loreto de donde colgarlo, debería incinerarse y esparcir sus cenizas al olvido (o, si vieron la película “Captain Fantastic”, optar por el ritual con el que se despiden de las cenizas de la madre). Podríamos hacer un referéndum al respecto.

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