Cinco años después de que la banda terrorista anunciara el «cese definitivo de su actividad armada» -en palabras de su encapuchado portavoz-, un cierto ambiente de tranquilidad parece haberse apoderado de las gentes vascas. Ya no hay atentados, los empresarios no reciben cartas de extorsión, los escoltas van desapareciendo del paisaje y -salvo lo que haya que hacer con los presos de ETA y el derecho a la reparación de las víctimas- el debate político se refiere a los asuntos que habitualmente forman parte del mismo: se diría que el País Vasco ha recuperado la normalidad.

Lamentablemente se trata sólo una apariencia, no sólo por la salvaje agresión sufrida por unos agentes de la guardia civil y sus parejas en Alsasua. Y eso que sabemos que la victoria sobre la banda asesina se produjo gracias a la aplicación del Estado de Derecho, la perseverancia de las fuerzas y cuerpos de seguridad, el acuerdo de los partidos y -lo último, pero no lo menos importante- la colaboración entre Francia y España.

Pero no es eso lo que parece haber quedado en la retina de la sociedad vasca. En un reciente reportaje de la televisión pública vasca se entrevistaba a la hija del etarra que asesinó a Melitón Manzanas -el primer atentado mortal de la banda-; a lo largo de la misma, el periodista de ETB daba por hecho, sin tener que proceder para ello a ninguna justificación, que el etarra era un político, porque había sido encarcelado bajo la dictadura franquista.

¿Será ese el relato que debamos aceptar de lo ocurrido? Y si es así, ¿cuántos años deberán pasar para que los etarras presos durante la democracia sean considerados «políticos» y el régimen que preside la Constitución de 1978 aparezca como represivo y violador de los «derechos del pueblo vasco»?

Es verdad, se producen ciertas escenificaciones en las que algunos asesinos piden perdón a sus víctimas, en tanto que menudean las peticiones para el acercamiento de los presos etarras al País Vasco, eso sí, sin que ETA entregue las armas y anuncie su disolución definitiva. No seré yo quien discuta que se deba pedir perdón y que se pueda ser perdonado. ¿Pero qué ocurre con los 300 asesinatos de la banda que aún quedan por resolver? ¿No se debería exigir a los etarras, que son autores, cómplices o encubridores, su colaboración al esclarecimiento de esos atentados?

Un importante sector de la sociedad vasca se ha instalado en la feliz idea de vivir como si ETA nunca hubiera existido -en feliz afirmación de Joseba Arregui-. Los mismos vascos vergonzantes que miraban hacia otro lado cuando caían guardias civiles, policías nacionales, jueces, periodistas y políticos; cuando secuestraban a empresarios o les enviaban cartas conminatorias a la entrega de una cantidad; cuando nos veían recorriendo las calles con nuestros escoltas.

Es imprescindible evitar esta especie de altzeimer social que la sociedad vasca corre el riesgo cierto de contraer. Recuperar la memoria y adjudicar las calificaciones auténticas a los hechos. Y si el Estado de Derecho venció un día a la banda asesina, hoy la política democrática debería emplearse también a fondo en denunciar la tergiversación de los hechos y restaurar la verdad de lo ocurrido.

Y, cinco años después del anuncio etarra, todavía el Congreso de los Diputados era incapaz de aprobar siquiera una brevísima declaración institucional en la que se celebraba esa victoria de la democracia sobre el terrorismo, se rendía homenaje a las víctimas y se llamaba a la defensa de las ideas en un marco de libertad y respeto a las leyes. No cargamos precisamente las tintas del borrador de la posible declaración quienes llevábamos en la memoria esos años de plomo (algunos, por cierto más que en la memoria, Eduardo Madina, uno de los negociadores, había sido objeto de un atentado). Lo fueron quienes precisamente se sitúan en el mismo campo ideológico que el de los asesinos. Por cierto que incluso alguien convicto y encarcelado por pertenencia a banda armada tuvo la osadía y le dieron la oportunidad de vetar al texto. Diré su nombre: Arnaldo Otegui, quien consultado por el mismo Pablo Iglesias, alegaba por lo visto que la redacción propuesta era más bien el relato de una parte del «conflicto».

Queda para mi historia particular -y la de mis lectores- esa relación fluida entre el etarra y líder de Bildu y el de Podemos. Una relación que quizás se deba analizar con más detalle en otro momento. Lo que sí parece claro es que los herederos políticos de los asesinos no están dispuestos siquiera a reconocer que lo que hicieron los suyos era simple y llanamente terrorismo. ¿Será quizás porque se sienten confortados por el relato que va quedando de esos años?

Pues eso es lo que habría que evitar.

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