Ha muerto Chus Lampreave, una de esas actrices españolas que, a falta de belleza y glamour, triunfaron con su carácter, trabajo y talento. Chus fue historia del cine español, de ese cine que hizo la travesía milagrosa desde el landismo postfranquista de suecas y Benidorm de los sesenta hasta la alfombra roja de Hollywood. Fue el nexo de unión entre el costumbrismo hispánico y la modernez de neón de los ochenta simbolizada por Paco Clavel con su lata de aceite por sombrero.

Lo siento señorito, pero soy testiga de Jehová y mi religión me prohíbe mentir

Nos hizo reír mucho Chus con su humor entre negro e inteligente, entre rural y marujón, siempre bien dirigida y asesorada por nuestro Woody Allen castizo, que es Pedro Almodóvar. Echaremos de menos a esta actriz frágil y diminuta que siempre fue octogenaria, una anciana marchosa que con ese gracejo innato era capaz de soltar sentencias legendarias como «paso total de vosotras, me aburrís» o «lo siento señorito, pero soy testiga de Jehová y mi religión me prohíbe mentir».

Chus recuperó giros y frases hechas que antes solo se escuchaban en los velatorios de Albacete, como «perdularia, que eres una perdularia», o «en su casa hasta el culo le descansa», o «qué cara de Sota tiene la Sole». Rossy de Palma, otra fea de lujo a la que llama «cara de ladilla» en la ‘Flor de mi secreto’, la echará sin duda de menos porque era como su madre en el cine y en la vida real.

perdularia, que eres una perdularia

Se codeó con chupa de cuero con la fauna de la movida como si fuera una quinceañera rebelde, pese a que tenía más años que Matusalén, y siempre estuvo genial y creíble entre los macarras, travelos, yonquis, maricas, putas y monjas descarriadas del enloquecido y lumpen mundo almodovariano. Chus fue chica Almodóvar, pero no de esas que van de divas o glamurosas por el mundo, ni de las que ganan leones y óscars, sino de las otras, la vecindona del entresuelo, la portera de cubo y fregona y la cotilla a la que se le caen las bragas al suelo cuando ve a Banderas entrando por la puerta. ¿Quién no ha tenido una tía-abuela con la toquilla de lana y las gafas de culo de vaso que era clavadita a la Lampreave y que te ofrecía té con pastitas en esas tardes de domingo insufriblemente franquistas? Chus levantaba las películas de Pedro que no funcionaban con un par de sketches hilarantes, tenía un don natural para el cine, y solo por ese par de minutos antológicos merecía la pena pagar la entrada.

Ella no interpretaba un papel, era real como la vida misma, de carne y hueso, y de haber nacido en Estados Unidos habría sido el ama de llaves de Rebeca y de haberlo hecho en Italia sería más grande que la Magnani y habría llenado su vitrina de estatuillas de oro. Con ella se va una parte de nuestras vidas, la movida juvenil, la España de los felices ochenta, la del felipismo, el tecno, el amor libre, el porro y la litrona. Aquí nunca se la reconoció lo suficiente, porque siempre fue secundaria, vieja y fea. Somos así de cutres. «Si no está en el cielo, ni en el purgatorio, ni en el infierno, ¿dónde coño está Paulino?», dice con gracia y salero en una de sus películas, ya no recuerdo cuál. Ahora ya está con él. Con su Paulino.

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