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CHÉRNOBIL, LA HUMILDAD Y EL OLVIDO

Sergi Tarrés i Sales
Sergi Tarrés i Sales
Licenciado en comunicación audiovisual. También estudió física. De izquierdas y republicano. Ha participado en campañas electorales en redes y comunicación. Asesor político. Ha sido profesional de las telecomunicaciones i astrónomo aficionado.
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análisis

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El 26 de abril de 1986, a la 1:23 de la madrugada el mundo cambió para siempre. El reactor 4 de la Central Nuclear Vladimir Ílitx Lenin, en Chernóbil (Ucrania o Україна), explotó. Dejó una estela de contaminación y desgracia inimaginables hasta entonces. Más de 700.000 personas trabajaron en la denominada liquidación del accidente, voluntarios, soldados y obreros que se jugaron la vida. Más de 18.000 millones de euros de la época destinados a limpiar el desastre. 32 víctimas oficiales que luego se elevaron a más de 80. El último informe de la AEN sitúa la cifra en más de 4000. La realidad es que el número es incalculable y algunos estudios hablan de centenares de miles de muertos y afectados directa o indirectamente.. La nube radioactiva se esparció por el continente europeo, Rusia, Bielorrusia y la mayoría de los países eslavos. Nunca sabremos la magnitud real de la catástrofe.

Hace unos días tuve la ocasión de visitar la zona de exclusión con un grupo de amigos. Cruzar el checkpoint para escuchar, solamente, el silencio. Un espectáculo sobrecogedor que parece salido de una novela apocalíptica, pero con una diferencia: es tan real como la vida misma. Acompañados de una guía, Tania, una de los denominados “niños de Chernóbil” nos adentramos en la zona de 30 km de diámetro alrededor de la Central Nuclear. El dosímetro portátil nos ayudaba a detectar las zonas aún calientes, pequeñas manchas del terreno con grandes cantidades de radiación acumulada. Visitamos los restos de lo que queda de Pripyat. Situada solo a 3 km del reactor accidentado, era la ciudad dormitorio de los trabajadores de la Planta, la envidia y modelo a seguir para toda la URRSS. Una urbe del futuro con servicios del futuro y con el más estricto sistema de gobierno soviético.

Hasta pasadas 30 horas después del accidente no se evacuaron a sus más de 40.000 habitantes. 30 horas en las que sus hombres, mujeres y niños estuvieron expuestos a unos niveles de radiación nunca imaginados por el hombre. Hace 32 años, en Prípyat, se paró el tiempo.

En medio del ensordecedor silencio Tania nos mostró los pisos destartalados que ahora están siendo engullidos por la naturaleza a marchas forzadas. El único semáforo de la ciudad se confunde entre los árboles y el follaje, las carcasas de los camiones y maquinaria pesada usadas en la liquidación medio enterrados y carcomidos por el desgaste del paso del tiempo. Las 3.000 máscaras antigás destinadas a ser usadas por los niños antes de la evacuación siguen en el suelo de la escuela y la noria del parque que se debería haber inaugurado apenas 4 días después de la explosión se oxida impasiblemente.

Casi al finalizar el tour Tania nos condujo -haciendo una atrevida excepción en las visitas guiadas a la zona- hasta el tejado de uno de los edificios ruinosos. Después de subir los 16 pisos llegamos exhaustos para contemplar una vista que no se nos olvidará nunca a los que allí estuvimos. Los restos vestigiales de la ciudad soviética vistos des de arriba y con la central causante del desastre al fondo, la naturaleza abriéndose paso y regenerando el ecosistema, importándole bien poco la ausencia del hombre.  Tania, allí arriba, rompió a llorar.

De vuelta a la ciudad de Chernóbil, distrito especial del gobierno donde aún habitan los mantenedores de la zona de exclusión y donde han vuelto algunos de sus antiguos habitantes, descubrimos un monumento vetusto, hecho a mano –pues el gobierno, en su momento, no lo quiso encargar oficialmente- por los familiares y amigos de aquellos héroes que dieron su vida para salvar el mundo: los liquidadores.

El desastre de Chernóbil es una lección en toda regla, una lección de humildad que aún provoca pavor entre los Ucranianos. No hablan de Ello, no quieren recordarlo. Deberían. Toda Europa debería hacerlo. Si pueden, vayan allí antes que la naturaleza lo haga desaparecer del todo. El olvido es el cómplice necesario para un futuro desastre, quien sabe, si más devastador aún.

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