Hablar con Shangay era un placer. Tenía tanta cultura que siempre aprendía algo nuevo en nuestras conversaciones. Naturalmente que podíamos ser frívolos y anecdóticos, pero supongo que los encuentros iniciales con alguien marcan el camino por el que va a discurrir una relación y no conocí a Shangay Lily en su entonces celebérrimo Shangay Tea Dance (al cual fui en muy pocas ocasiones) sino en el mundo de las presentaciones de libros. Además me convertí en cliente de una almoneda con la que estaba relacionado (y uso la forma masculina porque en ese sitio Shangay vestía de hombre), así que en esas ocasiones solíamos hablar de libros, arte, muebles antiguos, cine y otras fruslerías.

Conforme fuimos frecuentándonos le pregunté directamente cómo prefería que la tratase, en femenino o masculino, puesto que no quería ofenderla por error u omisión; me respondió que como más me molestase. A mí no me molestaba ninguna de las maneras, pero entendí que era una fórmula política para recalcar su protesta y, consecuentemente, casi nunca más volví a llamarla por su nombre de pila salvo en algún contexto irónico.

Contemplé su triunfo mediático con relativa distancia y mucha simpatía, acrecentada cuando usaba esa visibilidad para enarbolar la causa feminista. A finales de los años noventa, Shangay estaba muy concienciada acerca de las trampas del discurso predominante en el ámbito de las reivindicaciones sexuales; no obstante, el desarrollo más acusado de estas ideas se produciría algo más tarde (y continuarían hasta el final, como es buena prueba su definitivo “Adiós, Chueca”, aparecido nada más fallecer en 2016 y subtitulado “Memorias del gaypitalismo. La creación de la marca gay”). Los argumentos feministas, en cambio, ya eran una prioridad, e incidía en cómo el feminismo había sabido articular espacios de pensamiento y acción que marcarían el modelo para el resto de conquistas. Por eso, al publicar “Escuela de glamour” (2000) y “Machistófeles” (2002), pudo hablar de ambas como partes de una proyectada “Trilogía de La Huida: deconstrucción de la realidad homosexual desde una perspectiva neo-feminista”.

No sé qué sería de la novela que iba a terminar la trilogía, cuyo anunciado título era “aStoRYa”. Se lo tengo que preguntar a Paloma Linares, que era su confidente, amiga y más estrecha colaboradora. Si Shangay llegó a decírmelo, no lo recuerdo. Eran años donde estaba llena de proyectos y realidades. Lo que más me sorprendió, sin duda, fue su irrupción en el teatro con “Monólogos feministas para una diva”. Estrenados en octubre de 2001 en el Teatro de las Aguas con dirección de Manu Berastegui, Shangay no solo era autora sino también intérprete de estos textos en los que imbricaba conceptos a veces enfrentados como feminismo, glamour, machismo y diva. En la crítica que escribí para ABC comentaba que “Shangay Lily no hace un elogio de la diferencia. Lo suyo es una demostración de que la diferencia existe y no es algo sobre lo que quepa discutir: ni desde una postura represora para suprimirlo, ni con una mirada pseudoprogresistra para tolerarlo. Esto hace que sus textos puedan desconcertar y hasta irritar tanto a sectores homófobos como a oficiantes del integrismo gay, pero eso mismo los hace tan interesantes, porque se niegan a seguir oficialismos ni a expresar lugares comunes sobre la homosexualidad o el feminismo. Y así, careciendo de una apariencia belicosa, son acaso más eficaces y provocativos”.

Sí, reconozco que me fascinó esa virtud de no casarse con nadie, de ser crítica y molesta con unos y con otros. Su disconformidad era extraordinaria y eso, que podía repeler a muchos, era justamente lo que tanto me atraía de ella. También me emocionaba la generosidad con la que me trataba, equiparándome a artistas mucho mejores que yo al entrevistarme en su magnífico programa de televisión “Shangay Café”, donde tuve que hacer esfuerzos para corresponder a sus preguntas e intervenciones tan inteligentes y lúcidas. En su ensayo “Mari, ¿me pasas el poppers?” (2002), hizo la humorada de incluirme entre los “padres morales de la intelectualidad transgenérica (vulgo mariamigas)”, junto a verdaderos talentos como Luis Antonio de Villena, Eduardo Mendicutti, Estrella de Diego o Lucía Etxebarría. Cuando publiqué las memorias de Imperio Argentina, “Malena Clara”, hizo un reportaje excelente para la revista Zero y tuve la suerte de estar presente en su entrevista con Imperio, que habría merecido muchas páginas más de tanta información (y admiración) como desplegó Shangay para alegría y estímulo de Imperio….

He sido muy afortunado al haber gozado de la amistad (no íntima pero sí muy afectuosa) de Shangay Lily. No pienso que su imagen pública haya ocultado su parte creativa porque esa imagen era su mayor creación, pero sí es verdad que la desaparición de una persona tan icónica contribuirá a que sus libros sean leídos necesariamente de otra manera, algo sobre lo que ella misma jugó al publicar “Plasma Virago. Vida y obra de un poeta homociborg anticapitalista” (2015), en el que imaginaba a un revolucionario del siglo XXIV que nutre su activismo con la lectura de libros por entonces olvidados. Tengo muchísima curiosidad acerca de cuál puede ser su trascendencia, cómo se relacionarán con ellos los lectores que apenas hayan coincido en el tiempo con Shangay. Ahora mismo, mientras escribo este artículo, descubro que “Hombres… y otros animales de compañía” (1999) no está en la estantería junto a sus otros textos. ¿Qué habré hecho con este libro? ¿Se lo habré prestado a alguien…? Voy a buscarlo por internet para comprarlo: tengo muchas ganas de leerlo de nuevo, de volver a leer a mi querida Shangay Lily.

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